La muerte errante en Los Pobres, por Venus Ixchel Mejía

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Releer el poemario Los Pobres de Roberto Sosa, después de 50 años de su publicación primera, es una de las acciones más pertinentes de toda hondureña y hondureño consciente de una realidad circular que nos amenaza a diario.

Releer el poemario Los Pobres de Roberto Sosa, después de 50 años de su publicación primera, es una de las acciones más pertinentes de toda hondureña y hondureño consciente de una realidad circular que nos amenaza a diario.


Este libro que hoy se reedita no es uno más en el conglomerado de las letras hondureñas e hispanas. Este libro tuvo el privilegio de erigirse en el primer lugar sobre un cúmulo de obras que batallaron para alcanzar la presea del Premio Adonai de poesía, galardón que por 25 años se otorgaba en España a una obra inédita con altos estándares estéticos en lengua castellana. Fue Roberto Sosa, un poeta de Olanchito, Yoro, quien le obsequió a esta patria uno de los primeros premios de prestigio internacional. Fue él, a través de este libro, quien puso en el mapa literario mundial a nuestro país.


Tuve la fortuna de conocer al poeta en vida. Recuerdo que estuve en la reedición del libro Los Pobres, allá por el año 2002 o 2003. El evento se llevó a cabo en la casa de la abogada Luz Ernestina Mejía. Escuchar los poemas en boca del propio autor fue para mí un privilegio que atesoro. Recuerdo que la entonación variaba de acuerdo con cada poema. En el poema Las voces no escuchadas de los ricos, hizo una exclamación en el último verso que me erizó la piel. Quizá porque ha sido para mí uno de los poemas más duros de su libro, pero esa frase final “¡Y somos uno!”, pronunciada con aquella exaltación, me hizo ver toda la dimensión de esa afirmación que permanece tácita en nuestra sociedad hondureña. Me cayó en el alma con todo el peso que solo la injusticia y el cinismo pueden tener.


Pocos poetas como Roberto Sosa han logrado mantener ese delicado equilibrio entre la denuncia y la ternura. De acuerdo con el crítico literario español Guillermo Díaz Plaja, el dolor en la obra Los Pobres tiende a ser impreciso, en el cual hay una doble trayectoria hacia la evasión y el compromiso. Según el autor, hay en él cierto patetismo, en especial cuando aborda la pérdida del padre y es en ese poema donde vemos su rostro más humano. El doctor Arturo Alvarado (QDDG), doctor en literatura por la Universidad de la Sorbona y catedrático de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, por otro lado, refuerza esta noción. Explica que hay en Sosa una especie de aceptación indiferente del destino de los desvalidos. Personalmente creo que Sosa aborda el horror con una poética tan acertada que es capaz de embellecer un escenario plagado de miseria.


Honduras es la patria denunciada, sin que aparezca su nombre en alguno de sus versos. No obstante, Honduras, al igual que Macondo para García Márquez, puede ser cualquier pueblo de América Latina, o bien puede ser el mundo mismo: “Nuestro planeta es el pueblo”. La realidad plasmada es la de los pobres, que no son otros que los miles de ciudadanos que nublan la estadística hasta esfumarse su identidad. Solo veamos las caravanas de centroamericanos que migran hacia Estados Unidos hasta “nublar el sol”. Solo hay que abrir un periódico local o internacional, entrar a la red e inmediatamente vemos esa realidad plasmada en la obra de Sosa latiendo en cada uno de sus versos de Los Pobres.

Los pobres desde una perspectiva isotópica


Hay unas isotopías en el poema sumamente simbólicas. Están unidas por una misma protagonista, la muerte. La primera es la muerte como un caminar lento y perpetuo. No se detiene a contemplar a sus víctimas, camina en círculos hasta repetirse infinitamente. Lo vemos en versos tan memorables como: “caminan y mueren despacio / Por eso / es imposible olvidarlos” (Los pobres), y en la epanadiplosis “Es lenta la partida y el sendero lento” (Mi padre). Para los pobres, su vida es esa muerte: estar encadenados a ese andar como prisioneros, como penitentes: “Los desposeídos heredaron las oscuridades, / los vientos atados de pies y manos” (El otro océano) o como condenados dantescos: “Para ellos no habrá quietud posible” (Mi padre). El camino de la muerte es circular y vicioso, no tiene salida, como un destino inexorable. Por eso, parece tan pertinente la alusión que hace el poeta sobre el laberinto: “Los indios / bajan / por continuos laberintos” (Los indios) y “Muy pocos / entienden / el laberinto de nuestro sueño” (las voces no escuchadas de los ricos). Se repiten entonces, muy asociadas a la muerte circular y lenta, semas como vacío, soledad y silencio. Veamos algunos ejemplos:


“con su vacío a cuestas” (Los indios)


“Se marchan / en silencio a su pasado” (Los túneles blancos que conducen al mar).
“en vano intentan luchar / contra la soledad y su serpiente bíblica” (El otro océano).
“Algo / se rompe / dentro del hombre / que ha caminado demasiado solo” (La realidad).


El laberinto de la muerte se convierte en la prisión de estos reos del hambre: “El hombre – maniatado en sus orígenes – / se encamina / hacia un claustro sin llave ni salida” (Mi padre)

Sosa afirma que los pobres – siempre en plural, solo son unidad en la multitud – no están vivos. Están muerto para la sociedad, no existen, como la leyenda de los fantasmas que andan errantes por mandato divino: “Caminaba / – doy mi testimonio – / del brazo de fantasmas / que lo llevaron a ninguna parte” (Mi padre).

Otra isotopía que vemos asociada a la muerte es la del frío. Para Sosa, la muerte “tiene / los ademanes suaves” y “claros pies de agua dormida” (Si el frío fuera una casa con heno, niño y misterio). Retrata el horror de la muerte con una ternura inusitada que: “abraza la belleza de los niños” por su “profundo corazón de nieve”. La muerte es la que vigila, pero juega con sus víctimas y deja verse como vigilada: “Los hospitales / y médicos inmensos vigilando la escarcha” (Mi padre). La muerte se impone en esta realidad: “Se erguía la presencia del hielo, martillo en alto” (Mi padre), y es el presagio ineludible: “Quizá se extravió en la escarcha, / o lo congeló el frío” (El invierno puede ser un inválido).

Estilo


Una característica de estilo en el libro es la presencia de la antítesis que, desde una visión maniquea de la realidad, va contraponiendo elementos vitales como vida y muerte, ternura y violencia, escasez y abundancia, anecdótico y distante, movimiento y quietud, a través de una simbología precisa.


Frente al movimiento perpetuo y circular del andar del pobre, que simboliza muerte, está la quietud que representa paz: “esa calma y su ojo de pájaro en reposo” (Mi padre). En el poema Los indios, al contrario de los pobres, ellos no deambulan perpetuamente en una suerte de resignación a su sino funesto. Ellos se ocultan protegidos por sus ídolos, en donde son “alegres como ciervos / pero quietos y hondos / como los prisioneros” (Los indios). Los indios encuentran en su exilio / refugio un sitio en donde pueden mantenerse a salvo del menosprecio y la explotación social. El precio de esa dignidad es el encierro voluntario, el aislamiento: “Les he hablado en sus refugios / allá en los montes protegidos por ídolos”.

Otra antítesis se muestra en los símbolos del frío y del fuego. El fuego metaforiza la vida, la dignidad; el frío, ejemplificado en palabras como viento, lluvia y escarcha, simboliza esa muerte social, la humillación. Siempre con el poema Los indios, observamos esa contraposición entre su pasado glorioso: “En el pasado… / levantaron columnas de fuego” y su presente como lucha diaria contra el menosprecio: “Sus mujeres modelan las piedras del campo / y el barro, o tejen / mientras el viento / desordena sus duras cabelleras de diosas” (Los indios).
Encontramos también antítesis en lo anecdótico y lo distante: “Vienen a mi memoria / sin que pueda evitarlo / las ciudades que recorrimos juntos” (Mi padre) frente a: “¿De dónde vienen estos niños mendigos / y qué fuerzas multiplican sus harapos?” (La ciudad de los niños mendigos).


Compartimos, junto con otros críticos de este libro, que es la metáfora la imagen mejor lograda del poeta. El doctor Arturo Alvarado escribió: “La metáfora se convierte en piedra angular que sostiene todo el edificio y le da un carácter particular” (Alvarado, 2017, p. 61). Lo vemos en versos como espejos de sangre, degradantes pájaros de cobre, templo de encantadores de serpientes, silencio de piano vacío, llevar en hombros el féretro de una estrella, entendieron el cielo como una flor pequeña, los movimientos de su profundo corazón de nieve, por mencionar algunos. Sin embargo, la personificación es otra figura que se une a la metáfora a través de un adjetivo. Vemos ejemplos como asno de ojos de agua melancólica, claros pies de agua dormida, voces de humilladas campanas, maniquíes de metal violento, entre otros.


En cuanto al ritmo de la estrofa, Sosa prefiere la terminación del verso en palabra llana o grave, como en la retórica tradicional. No obstante, a veces utiliza un verso en la estrofa que termina en esdrújula y este elemento crea un efecto rítmico muy propio del autor: ojos de agua melancólica, a merced de los pájaros, ruidos suplicantes del océano, el maldito y su máscara, hacen respirar a las fábricas, nos transformaron en espantapájaros, contra la soledad y su serpiente bíblica, por mencionar algunos.

Sosa nos invita, a través de su poemario Los pobres, a percibir el horror de la muerte y del caminar sin descanso de los desvalidos desde la perspectiva de la ternura. Sigue la tradición latinoamericana de Vallejo y se embarca en la tenaz persecución de la belleza en un mundo cansado de cobijarse con la indiferencia y sostener la esperanza.

Referencia bibliográfica
Alvarado, A. (2017) El rigor de la palabra. Ensayos escogidos. Tegucigalpa: Editorial Universitaria.

Venus Ixchel Mejía

Equipo de Redacción

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