«La montaña es para los muertos» de Manuel Díaz García

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«La montaña es para los muertos» un relato de Manuel Díaz García

Oí el viento que corría silbando entre los árboles, el débil canto de algún pájaro despistado quería hacerse notar entre los silbidos del viento que cada vez era más fuerte, pensé en el pobre pájaro y en lo que iba a sufrir si no buscaba pronto refugio, el cielo estaba todo cubierto de nubarrones oscuros que amenazaban tormenta, y de hecho los viejos ya hacía unos días que nos habían dicho que iba a caer una buena. Yo me mostré cauteloso porque sabía de su capacidad premonitoria; pero Onorio se cachondeó de ellos, pues por entonces hacía un sol que rajaba las piedras. El frío empezaba a hacerse inaguantable. Me pregunté cuánto tiempo más me tendría esperando en el lomo, si tenía pensado tardar tanto por qué demontre no me dijo que le esperara en un sitio más resguardado del frío; pero, el tonto fui yo, sabiendo de la pata que cojea y me presté a esperarle. Cuando ya había perdido la esperanza de que viniese vi una luz que subía por el camino de la Hoya del Laurel, respiré tranquilo. Por fin llegaba, venía gritando mi nombre. Le contesté y le pedí que se apresurase, porque yo quería estar a buen recaudo cuando el tiempo rompiese a llover, llegó a mi altura, venía asfixiado por el último tramo a paso ligero.

            – Onorio, contigo es imposible.

           – Antonio, si te cuento no te lo ibas a creer…

           – Por supuesto, anda tira y vamos que seguro seremos los últimos en llegar.

            A pesar de mis prisas por llegar antes de que la tormenta empezara, no lo conseguimos. La lluvia empezó tímida con un cierne-cierne, que en cuestión de segundos se convirtió en una lluvia más intensa y esta se calaba en nuestras ropas helándonos el alma y en menos de lo que canta un gallo perdió todo su pudor y ya era un señor diluvio. Nos costó llegar y, como había supuesto, éramos los últimos. De la boca de la cueva de los pastores salía un hálito de luz que se esforzaba en hacerse notar entre la densa lluvia; pero que sólo lo pudimos ver cuando ya estuvimos casi dentro. Allí estaban todos, Juan el Tuerto, Pedrito el Cojo, Antoñito el de la Era, Paco el Bobo. Por estar, estaba hasta el nieto pequeño de Fortunato. Pensé: «¿por qué habrán permitido que suba este niño hasta aquí arriba»; cuando yo tenía sus años siempre nos decían que la montaña era para los hombres; pero es que aquella noche, ni para nosotros, andaba el diablo suelto con el temporal y de no ser por lo que era, hubiésemos estado todos en nuestras casas al calor del hogar.

            En un rincón de la cueva, junto al cuerpo sin vida de Fortunato, estaba el Padre Nicanor. Nosotros de entrada no podíamos ni hablar. El agua, el frío y los esfuerzos para llegar nos habían dejado mudos, los hombres más cercanos a la entrada nos miraban atónitos, como si fuéramos dos espíritus. La verdad es que casi llegamos a quedarnos en esa. El pobre y difunto Fortunato había dejado de ser el centro de atención. Ya todos nos miraban; pero nadie reaccionaba, hasta que el Padre Nicanor mandó a Paco el Bobo que nos diera las mantas de pastores que estaban colgadas a un lado de la pared de la cueva. Nos cubrieron y nos acercaron al fuego que habían encendido en una esquina para atajar el frío. Poco a poco cogimos resuello y el primero en hablar fue Onorio. 

             – Padre, que digo yo que usted está muy lejos de sus feligreses-

            El Padre Nicanor lo miró frívolamente y le contestó:

             –Tú siempre tienes algo que decir lo que nunca dirás algo que tenga sentido, ¿verdad Onorio?

             – Padre, algo que decir, es que la montaña ya se sabe es para los hombres, no para niños ni mujeres, y mucho menos para Dios.

              – ¡Cállate ya! Onorio –le dije yo, pero el Padre Nicanor no quiso perder la ocasión de brindarnos un sermón gratuito –.

             – Onorio, Dios está en todas partes; en las montañas, en el valle, en el pueblo, en las casas, las personas, en mí y hasta en un alma descarrilada como la tuya…

            Onorio lo interrumpió

            – Sí, sí, en todas partes, que le pregunten a Fortunato…

            Hubo un silencio más frío aún que el tiempo de perros que teníamos.

            Cuando hubo una cierta calma, Pedrito el Cojo nos preguntó por Miguelito el Médico y los guardias civiles. Yo le contesté que no sabíamos nada y que estaba claro que con el temporal que teníamos por allí no iba a aparecer ni Dios. El Padre Nicanor volvió a la carga

             –¡Dejen ya de blasfemar! y menos delante de este niño inocente.

Puso una mano sobre la cabeza del niño y le dijo.

            – No escuches a este par de…, no sé qué decirles.

            Y mandó al niño junto a su padre que aún estaba sumido en el disgusto de la perdida. Miré la imagen triste del padre, el niño y el abuelo difunto y me cagué en Dios, en el Padre Nicanor y en todos los Santos que alcancé a recordar.

            Eran las cuatro de la madrugada según el reloj del Padre Nicanor cuando por fin, cesó el temporal. Paco el Bobo se acercó afuera y nos dijo que se veían las estrellas. Salimos unos cuantos más y vimos que efectivamente por un pequeño agujero entre las nubes se alcanzaba a ver alguna que otra estrella; pero todos sabíamos, por la experiencia, que era una pequeña tregua y que el temporal volvería a la carga. El sonido de toda el agua que había caído que bajaba por el barranco, era ensordecedor. Antoñito el de la Era, que también había salido, nos dijo

             –Muchachos, vayan preparándose que mañana habrá que levantar muchos portillos y despejar muchos caminos. Este temporal se ha llevado mucha tierra, no recuerdo una tromba de agua similar y tengo setenta años.

            Onorio le miró y le replicó:

          – Antoñito, no me asuste al personal, hombre, y déjese de exagerar.

            Las montañas le dieron la razón a Antoñito, se oyó un estruendo fortísimo, como una explosión de dinamita. Antoñito miró a Onorio que, enseguida agachó la cabeza. No hicieron falta las palabras. Desde dentro nos llamaron y entramos. El Padre Nicanor nos dijo que el hijo del difunto Fortunato, Fernando, iba a bajar al pueblo. Antoñito el de la Era fue el primero en oponerse y les dijo que lo mejor era esperar a que se hiciera de día. Pedrito el Cojo también hizo ver que estaba en contra. Los demás no sabíamos qué decir, o no tuvimos valor para opinar. Pero Fernando ya había tomado su decisión y ni Antoñito, ni Pedrito, ni el Padre Nicanor, ni ninguno de los hombres que allí estábamos lo iba a hacer cambiar de opinión. Cogió un farol, una manta de lana y un garrote, miró al Padre Nicanor y le dijo

            – Cuídeme al chiquillo que yo volveré con el médico y los guardias y podré llevarme a mi padre para que sea enterrado donde tiene que ser, y no en estas malditas montañas.

            El Padre Nicanor le dio la bendición y luego pidió un voluntario para acompañarlo. Aquella idea del Padre Nicanor nos dejó a todos boquiabiertos y con los ojos a punto de salírsenos de su sitio, como ninguno tenía huevos para ir, me presenté voluntario. No es que yo los tuviera más grande que los demás; pero me puse en su lugar por un momento y sentí todo su dolor y quise ayudarle a hacerlo un poco más llevadero. El resto de los muchachos respiraron tranquilos. Se les quedó la cara como si acabaran de llegar a sus casas después de un duro día de trabajo en el campo. Yo pensé Ambrosio que Dios te coja confesado. Cogí otro farol, otra manta y otro garrote y salimos de regreso al pueblo. No llevábamos ni cinco minutos caminando, cuando volvió a la carga el temporal. Jamás en mi vida había pasado tanto frío. Fernando se acercó y me dijo: «Si lo sabes no vienes». Tuve que tragar saliva y conciencia para mentirle. A media hora de la cueva con el agua mojándonos hasta el interior de los huesos, sentí como el camino desaparecía debajo de nuestros pies y empezábamos a rodar por la ladera. Conseguí agarrarme a un mato, no sé cómo, mientras oía el grito de muerte de Fernando ladera abajo. De repente cesó, otro montón de tierra y piedras pasó justo por encima de mi cabeza. Aún hoy no me lo explico; pero no me arrastró de puro milagro. Yo supe que aquella era la tierra que enterraría al pobre Fernando. Cuando terminó el corrimiento de tierra y piedras, empecé a escalar como pude hasta volver a la senda del camino, llevaba una pierna rota, me sangraba la cabeza y tenía magulladuras por todo el cuerpo y el agua que no paraba de caer encima de mí parecía como si el cielo hubiese querido ahogarme, a duras penas, y aun hoy no sé bien como, llegué a la cueva, me recogieron, me cambiaron las ropas y me acercaron al fuego. El Padre Nicanor me preguntó por Fernando y le conté lo sucedido. Su hijo me miró a los ojos, no puedo decir que había en su mirada; pero nunca la he olvidado, se acercó al cadáver de su abuelo y se puso de cuclillas. El Padre Nicanor quiso ir a consolarlo, pero Pedrito el Cojo lo agarró por el brazo y le dijo: «Déjelo, Padre, que a partir de hoy ya es un hombre y ha de luchar contra el dolor él solo». Onorio, se acercó y me preguntó que cómo estaba, que si el dolor era muy grande; pero el dolor más grande era ver a aquel chiquillo que en menos de un día había perdido a su abuelo y a su padre. Antoñito se acercó, me miró y me dijo: «La maldita montaña que decíamos es para los hombres y mira lo que nos hace». Yo no tuve palabras que decir, se me fueron todas con Fernando ladera abajo; pero su hijo se enderezó y se dio la vuelta, todos enmudecieron. Hasta parecía que no corría el aire, incluso podría decir que el agua cesó ante la mirada de dolor de aquel chiquillo. Nada se movía o hacía intención de hacerlo, el tiempo se congeló durante unos segundos, que me parecieron eternos, el chiquillo caminó hacia la entrada de la cueva, empezaba a clarear el día mientras el cielo era quien lloraba por aquel chiquillo, pues él parecía no tener lágrimas, no es porque no fuera consciente del cambio que tendría su vida, pues el dolor de su mirada nos estrujaba a todos el corazón. El Padre Nicanor quiso intentar de nuevo ir a consolarlo; pero Pedrito el Cojo seguía en las suyas. Lo agarró del brazo nuevamente; pero esta vez no dijo nada, el chiquillo se volvió para nosotros, su mirada podría ser de todo menos la de un niño, y nos dijo

               – La montaña no es para los niños, no es para las mujeres, ni para los hombres, ni siquiera para Dios, que está en todas partes. La montaña, señores, es para los muertos.

            Aquellas palabras me robaron el alma y me estrangularon el corazón, hasta el punto de que perdí la conciencia.

Manuel Díaz García

Equipo de Redacción

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