La libertad del vientre. Sobre «El cuento de la criada» y la Suprema Corte de Estados Unidos; por Alma Karla Sandoval

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Cuando una distopía comienza a volverse realidad es preciso releer libros como El cuento de la criada de Margaret Atwood. En esta entrega se analizan algunos de esos contenidos con la lupa de Simone de Beauvoir.

A veces se tiene que escribir desde las vísceras. No queda más. Los hechos recientes en Estados Unidos nos llevan a ese extremo que por definitorio no es menos pensado ni lleva poca tripa. Con todo, en esta columna intentaremos templar los ánimos porque resulta atroz, sí, el retroceso al que accede una corte eliminando el derecho constitucional al aborto. Los cuerpos de las mujeres, otra vez, como botín político con 16 estados prohibiendo la interrupción del embarazo. El primero fue Misuri, a escasos minutos del fallo. De nuevo el sur donde la esclavitud, ya saben… Por si fuera poco, la confirmación del absurdo si pensamos que esa misma corte estipuló que los estados de la Unión Americana no tienen facultades para regular el uso de los rifles o las pistolas, pero sí los ovarios de las mujeres en los que no solo introducen rosarios simbólicos, sino aplausos de un Trump que vuelve con fuerza ante un Biden que se cae de la bici.

La Unión Americana no tienen facultades para regular el uso de los rifles o las pistolas, pero sí los ovarios de las mujeres en los que no solo introducen rosarios simbólicos

     He ahí un antecedente o saborizante del caldo de cultivo nunca más benéfico para el ala republicana al que se suma el dictamen del jurado en el caso de Heard-Depp que el mismo Trump celebraba en Twitter. En efecto, como tiburón que huele sangre, supo cuándo atacar: un viernes para dar lo que se conoce como “sabadazo” y no permitir que la noticia trascendiera, que la organización de las protestas fuera más rápida. Estamos, además, en pleno mes del orgullo que la comunidad LGTBIQ+ celebra por lo alto en todo el mundo.

      De tal suerte que las reacciones demócratas, un tanto deslucidas, deben acelerarse. Me pregunto, ¿dónde están las feministas blancas?, ¿en qué marea se van a mezclar?, ¿o se quedarán calladitas y bonitas en sus hogares porque las manifestaciones huelen mal, como declaró una joven escritora mexicana que vive en Nueva York y escribe en inglés? Esto porque las respuestas, insisto, deben potenciarse más allá del comunicado de una Michelle Obama con el corazón roto haciendo un call to action  de influencer más que de activista quien debe salir a la calle de inmediato junto a las panteras negras que aún siguen vivas; más allá de que los gobernadores del partido Demócrata de California, Oregon y Washington difundieran un video conjunto para enunciar un frente unido que garantice en sus territorios el derecho al aborto que, hasta el fallo de este viernes, había permanecido amparado desde 1973 a nivel federal.

Me pregunto, ¿dónde están las feministas blancas?, ¿en qué marea se van a mezclar?, ¿o se quedarán calladitas y bonitas en sus hogares porque las manifestaciones huelen mal, como declaró una joven escritora mexicana que vive en Nueva York y escribe en inglés?

     Cincuenta años, eso es lo que se ha perdido: media centuria de lucha defendiendo los derechos de las mujeres. Así responde el Tío Sam al triunfo de la izquierda en Latinoamérica. Así el neofascismo que la literatura profetizó mediante el recurso de las distopías. La que parece una copia fiel de este mundo es la de la autora canadiense, Margaret Atwood, El cuento de la criada. La sinopsis que circula es la siguiente: “Amparándose en la coartada del terrorismo islámico, unos políticos teócratas se hacen del poder y, como primera medida suprimen la libertad de prensa y los derechos de las mujeres […] en la República de Gilead, donde el cuerpo de la protagonista, Defred, solo sirve para procrear, tal como imponen las férreas normas establecidas por la dictadura puritana que domina el país. Si ella se rebela, le espera la muerte en ejecución pública o el destierro a unas colonias en las que sucumbirá a la polución de los residuos tóxicos. De ese modo el régimen controla con mano de hierro hasta los más ínfimos detalles de la vida de las mujeres: su alimentación, su indumentaria, incluso su actividad sexual”. Advirtamos que la autora, en el prólogo que escribe en la más reciente edición, afirma que ese libro no es una obra profética, pero hace poco dijo: “Yo inventé Gilead, el Supremo Tribunal de Justicia de Estados Unidos, se está encargando de hacerlo realidad”. En efecto, nos alcanzó esa pesadilla, no en balde Atwood escribió la novela en 1984 cuando vivía en Berlín con la conciencia de que el orden establecido puede desvanecerse de la noche a la mañana, “los cambios puedes rápidos como el rayo. No se podía confiar en la frase, esto aquí no puede pasar. En determinadas circunstancias, puede pasar cualquier cosa en cualquier lugar”.

Advirtamos que la autora, en el prólogo que escribe en la más reciente edición, afirma que ese libro no es una obra profética, pero hace poco dijo: “Yo inventé Gilead, el Supremo Tribunal de Justicia de Estados Unidos, se está encargando de hacerlo realidad”.

      Y bien, ahí tienen la piedra de toque de todo régimen represivo de este mundo: el control de las mujeres y sus descendientes tal como describe la afamada corresponsal de guerra, Christina Lamb en su libro, Nuestros cuerpos, sus batallas: “Una amenaza similar profirió Boko Haram, un grupo terrorista, cuando asaltó pueblos en el norte de Nigeria: mató a los hombres y capturó chicas como esposas de la selva, para retenerlas en campamentos destinados a producir prole, una nueva generación de yihadistas en lo que parece una espeluznante versión en la vida real de El cuento de la criada”.

Esta guerra contra las mujeres que, a decir de Rita Segato, autorizan y/o acolitan las naciones que penalizan el aborto se legitima cuando el Estado también las viola impidiéndoles decidir sobre su cuerpo

    Esta guerra contra las mujeres que, a decir de Rita Segato, autorizan y/o acolitan las naciones que penalizan el aborto se legitima cuando el Estado también las viola impidiéndoles decidir sobre su cuerpo, es una violencia de tal magnitud que debe considerarse, efectivamente, como un crimen de guerra, pero que por desgracia encuentra resguardo ideológico y complicidad en instituciones eclesiásticas, en ejércitos de fieles dispuestos a perseguir feministas porque no ignoran lo que Simone de Beauvoir descubrió o, mejor dicho, lo que esta escritora asimiló hace cinco décadas: la libertad comienza por el vientre.

    Corría el 5 de abril de 1971, cuando la revista francesa Le Nouvel Observateur publicó el texto “Un llamamiento de 343 mujeres”, una lista de igual número francesas que tuvieron el valor de contar públicamente que habían abortado, arriesgándose a una pena de cárcel. Entre ellas, la novelista y directora de cine Marguerite Duras, la socióloga Christine Delphy o las actrices Catherine Deneuve y Agnès Varda. De Beauvoir contó que se asumió feminista hasta que firmó ese manifiesto. No obstante, llevaba varios años reflexionando sobre el tema con tan buen tino que advirtió:

«No olviden jamás que bastará una crisis política, económica o religiosa para que los derechos de las mujeres vuelvan a ser cuestionados. Estos derechos nunca se dan por adquiridos, deben permanecer vigilantes toda su vida”. Qué razón tuvo, constatamos que luego de una pandemia y en plena crisis de calentamiento global, las distopías se concretan, se vuelven realismo execrable. La mujer, como lo Otro animalizado, nunca como una igual, jamás sujeto reconocido plenamente, se empuja a una condición de criada con capa roja donde los amos la preñan para que ese cuento de horror ya no termine. El feminismo, por increíble o romántico que suene, es la única opción ética capaz de contraponerse a esa narrativa con su exigencia de libertad para los sueños de las mujeres y sus úteros. Hablo del feminismo de todas, todos, todes porque esta resistencia va a necesitar refuerzos. Regresamos a la hora más oscura, pero también la más humana. Alumbrémosla.»

Simone de Beauvoir

Equipo de Redacción

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