La feminidad indecible, por Jonathan Alexander España Eraso

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Lo femenino acontece como escritura. Su traducibilidad se gesta en la diferencia, en los márgenes de lo dicho. Ahí, se proyecta la figura de la diosa griega Perséfone / Kore, «la muchacha indecible», mujer y niña, virgen y madre a la vez, que simboliza el retorno al origen, al espacio literario que se exilia en su arribo.

Lo femenino acontece como escritura. Su traducibilidad se gesta en la diferencia, en los márgenes de lo dicho. Ahí, se proyecta la figura de la diosa griega Perséfone / Kore, «la muchacha indecible», mujer y niña, virgen y madre a la vez, que simboliza el retorno al origen, al espacio literario que se exilia en su arribo.

Entre el cuerpo y la palabra, se inscribe el secreto de la vida en una «lengua de las cosas» en la que nada se apacigua ni inmoviliza sino más bien cada fuerza, hecha de rayos y letras, da apertura a lo que aparece justo en lo que se une y se fragmenta el sentido de lo escrito.

Se trata de que escribir exponga la tensión del papel en la que aparecen los lugares en los que, según Hélène Cixous, filósofa francesa, la escritura, «(la mujer) se refrena y es refrenada por mil lazos (…) La definen sus pertenencias, mujer de, así como fue hija de, de mano en mano, de lecho en nicho, de nicho en fogón, la mujer en tanto complemento-de-nombre, tiene que afanarse mucho para decidir. Te enseñaron a tener miedo del abismo, del infinito, que, sin embargo, te es más familiar que al hombre».

Es por esa necesidad de abismo que la escritura ilumina y se hace diosa en la página. Su lugar es gestación y parto. Al escribir re-nacemos, aunque nos destrocemos en sus silencios. Volver a su memoria, a la de la misma escritura, implica clavarnos en la tierra fértil de la palabra incesante.

¿Y qué brota? Emerge la «feminidad indecible» para convocar cuerpos y hacer de ellos el reverso de los nombres, la experiencia de la metáfora carnal. Lo que subyace suspende «el gesto de la escritura» en el que, entre letra y frase, matriz y destello, se entiende que, tergiversando lo dicho por Agamben con relación a la imagen, la escritura es y no es nuestra «diosa blanca», descrita por Robert Graves, pues para elevarse necesita devenir -de nuevo recurro a Cixous- «texto, mi cuerpo: cruce de corrientes cantarinas, escúchame, no es una madre pegajosa, afectuosa; es la esquivoz que, al tocarte, te conmueve, te empuja a recorrer el camino que va desde tu corazón al lenguaje, te revela tu fuerza; es el ritmo que ríe en ti; el íntimo destinatario que hace posible y deseables todas las metáforas; cuerpos (¿cuerpos?, ¿cuerpos?) tan difícil de describir como (…) el alma o el Otro; la parte de ti que entre ti te espacia y te empuja a inscribir tu estilo de mujer en la lengua. Voz: la leche inagotable. Ha sido recobrada. La madre perdida. La eternidad: es la voz mezclada con la leche».

Lo que llega, revestido de semántica clandestina, de repente nos abandona y nos fragmenta en los intersticios del papel. El rastro que queda, el de la escritura prolongada, no es sino el de mis manos y tus ojos que se dirigen a la gruta primigenia donde la noche de las palabras son don y quebranto de una diosa recobrada.

Jonathan Alexander España Eraso

Equipo de Redacción

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