La escritura impostora; por Alma Karla Sandoval

0

En los márgenes, el más reciente libro de ensayo de Elena Ferrante es comentado desde el ángulo del síndrome de la impostora en esta entrega de Alma Karla Sandoval.

Descubrir en Elena Ferrante o en Rosario Castellanos el síndrome de la impostora da igual. No importa cuánto éxito en ventas consigas o cuánta gloria literaria alcance tu nombre. Muertas o vivas, la inseguridad frente a la propia voz de las mujeres es una constante. Ocurre igual con algunos autores. Pensar en Rodolfo Walsh negándose a publicar luego de Operación masacre por creer que no estaba a la altura de ninguno de sus contemporáneos puede causar risa o incluso ternura. Desconfiamos de los poderes de nuestra obra por hábito o salud mental. Es difícil mantener una idea sobredimensionada de nuestro trabajo porque creerlo de veras se traduce en un pasaje directo a la mediocridad, a la venenosa autocomplacencia.

     Pienso en Emily Dickinson negándose a mandar otro poema al diario local que le rechazo sus versos porque “rimaban mucho” o en Fernando Pessoa ya enfermo en sus últimos días convencido de que los poemarios que escribió nunca serían merecedores del primer lugar en algún concurso. El vate lisboeta murió con un honroso segundo sitio en un certamen nacional de poesía. Ahora citamos El libro del desasosiego como si fuera una especie de biblia nostálgica del fracaso si lo que más quisimos fue la consagración como escritores.  Aunado a ese deseo que más vale asumir porque quien vive en obra al menos alguna vez ha fantaseado con un poco de reconocimiento, un premio, una beca o una invitación con todo pagado a una feria internacional, es importante.  Durante más de veinte años he escuchado a autores decir que eso no les importa, que escriben por el gusto de hacerlo, que, a lo Stevenson, el salario es el trabajo. Luego, cuando ahondas en su voz, cuando los o las lees, cuando su amargura se revela por algún lado, constatas que esa creatividad fue subsumida por el síndrome de la impostora (sí, en femenino).

     «En aquella época, yo también me consideraba una mujer abyecta y vil. Como he dicho, temía que fuera precisamente mi naturaleza femenina lo que me impedía aproximar al máximo la pluma a la pena que quería expresar. ¿De veras hace falta un milagro, me preguntaba, para que una mujer con cosas que contar disuelva los márgenes entre los que, por su naturaleza, parece encerrada y se muestre al mundo con su escritura?», escribe Elena Ferrante en su más reciente libro de ensayo, En los márgenes que leí de un tirón, sin piedad por el mundo que nos exige horarios y realidad. La autora clandestina cuya verdadera identidad se desconoce, confiesa que «si quería tener la impresión de escribir bien, debía hacerlo como un hombre y mantenerme firmemente dentro de la tradición masculina; pero, siendo mujer, no podía escribir como mujer si no violaba aquello que, diligentemente, trataba de aprender de la tradición masculina”. Traicionar o no traicionar, he ahí el dilema que ya las personajas de Elena Garro se planteaban. Sobre todo, Laura de “La culpa es de los tlaxcaltecas” palpando su condición malinche, quejándose con la señora del servicio, una indígena que la escuchaba en la cocina: “Es que soy traidora, Nachita”, repite y el cuento se vuelve profundo. No se puede pertenecer al universo patriarcal siendo la mujer que ese mismo orden ha impuesto, pero si guardas lealtad, de todas formas, serás entregada como tributo. Por si fuera poco, este personaje se enamora de un indio y “en la casa de su pecho” se refugia mientras otro fin del mundo se concreta: la caída de la gran Tenochtitlán, la guerra, las aguas de los canales de esa gran ciudad teñidos de rojo, los cadáveres inflados que pasan junto a las trajineras u otras balsas.

    Laura es una cronista del desastre y una traidora porque deja que su cuerpo pertenezca al otro, al “chingado”, diría curiosamente Octavio Paz. En la identificación de la subalternidad entre quien no puede más que traicionar para ser libre (Roberto Calasso, en Las bodas Cadmo y Harmonía, también señala que el único gran poder de las mujeres en la Grecia clásica es la traición) y el que es colonizado o derrotado por sus propios hermanos también traidores, hay un encuentro que desvanece la noción cronotópica. Tal vez se siga teniendo que traicionar para escribir sin ataduras ni recetas del mercado. Tal vez para escapar del síndrome de la impostora habrá que olvidar estas palabras:
«Al cabo de pocos años tenía la sensación de que ya no sabía escribir. Ni una sola de mis páginas estaba a la altura de los libros que me gustaban, tal vez porque yo era una ignorante, tal vez porque era inexperta, tal vez porque era», insiste Elena Ferrante sin más aventura o descubrimiento de que quien escribe no tiene nombre. Es pura sensibilidad que se alimenta de alfabeto y produce alfabeto en un flujo incontenible.

   He ahí el movimiento que cuenta porque mientras se escribe se existe dejando de escuchar los mandatos falogocéntricos que imponen la calidad literaria en términos de competencia, de supuestos equilibrios o tonos reactores que no incomodan a nadie ni que rompen los diques de lo que se entiende como literatura. Por eso, porque si somos en verdad libres escribiendo sobreviene una suerte de culpa, de transgresión, de heridas u ofensas que le propinamos al padre, creemos que lo estamos haciendo mal.


Equipo de Redacción

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *