La almojábana de Proust; por Alma Karla Sandoval

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Entre En busca del tiempo perdido y Claudio Magris, Alma Karla Sandoval evoca los cruces poéticos del ensayo.

Este ensayo tiene que escribirse en un café remojando la memoria como almojábana en tazón caliente. Entonces las nubes se disipan, algodones grisáceos, suciedad del infinito que se purifica entre el verde de todos los colores de Los Andes. Hubo un tiempo de lectura frenética. Topé con Claudio Magris, quizá uno de los ensayistas que más poesía a lo Proust va soltando en sus textos como si él mismo fuera un arce en otoño. Lo leí por primera vez en la biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá. Estudiaba un posgrado en Colombia, ahí juré que los viajes, la literatura, la vida poetizada eran la santísima trinidad de la existencia. Cerraba los ojos igual que Swann para ir evocando los pétalos de la flor de la tila, los campos en verano, las manos de la madre o las cocineras jugando con la harina, cerniendo azúcar, para hornear madalenas y provocar un viaje sentimental que se convierte en página cumbre.

En busca del tiempo perdido también es eso: una arqueología del paisaje interior

     En busca del tiempo perdido también es eso: una arqueología del paisaje interior, como bien apunta Magris al decirnos que la epifanía de un lugar está ligada a la génesis, al origen de un libro: “Un paisaje, conocido o extraño, se nos revela de pronto rico en evocaciones y resonancias; parece también asomarse desde el interior y llevar a la superficie esos fragmentos de la historia y de la experiencia personal que, por alguna razón se quedaron por largo tiempo en algún peldaño de la mente y la fantasía, sin llegar a estar conscientemente reelaborados hasta que algo los echa fuera”. En este caso fue una rápida escala en El Dorado, aeropuerto frío con aroma a café, con esa nostalgia de una misma que es una postal pujando por salir y llegar a este párrafo para descubrir las claves de la emoción cuando se mezcla con la inteligencia, si no es que son la misma cosa. En la obra de Carson MC´Cullers siempre encuentro ese binomio o esa mezcla de neurona batiente y sensibilidad poética en ristre cuyo resultado es un fraseo único, esa autora parece escribir deteniendo el tiempo, creando atmósferas imposibles donde atardece como en ningún lugar del planeta mientras personajes cuya derrota es una aureola sagrada que los santifica, pero también los regresa a la tierra con el dolor de sus historias ciegas o silentes. Escribir de esa forma demanda dejarse tocar por un duende que como el rey va desnudo y se siente cómodo con a la intemperie. Un duende con nuestro rostro, nuestros paisajes, nuestros mapas con cruces donde algo ocurrió que nos venció o dimos con alguien que nos fue salvando a pesar de sus pérdidas. Recuerdo La hija del caníbal, novela de Rosa Montero donde la voz narrativa expone una verdad igual de cruda que el andar del duende que nos lleva a la página: vivir implica ir perdiendo no solo habilidades, capacidades u objetos, sino asombros o ganas de seguir extraviándonos, es decir, de continuar rumbo a la muerte. Es un viaje trágico, sí, pero no hay otro oleaje ese mar. Tal vez pequeños remansos, paseos por cárceles invisibles, por un lugar como tiempo coagulado, tiempo plural. Claudio Magris alude a un laberinto de tiempos y épocas diversas que se entretejen en un paisaje y lo constituyen, de la misma manera que pliegues, arrugas, rasgos de expresión modelados por el rostro de esa persona que ya no tiene la edad o el estado de ánimo de ese momento, sino que es la suma de todas las edades y los estados de ánimo de su vida. Un Aleph borgiano, después de todo, que consigna, por ejemplo, Ricardo Piglia cuando escribe los diarios de Emilio Renzi con poesía socarrona, con el despliegue de un anecdotario diverso y rico en reflexiones que se transforman en ensayos por debajo de la narración de la experiencia.

     Escribo “por debajo” y alguien que no soy yo, quizá la muñeca del ventrílocuo que guardo en otras maletas cuando pretendo ganarme la vida escribiendo, siente erizada la piel. Sonrío ante esa imagen porque las muñecas nunca me gustaron por el enorme pode simbólico que pretenden encarnar, porque son émulos de la intuición, porque hablan desde adentro sin necesitar que la niña que las posee se asome a un espejo. Las muñecas reinas o no, pregúntele a Carlos Fuentes, son como las uno de los cuentos con más poesía hechizante que he leído, “La muñeca menor”, de Rosario Ferré, objeto relleno de mieles, con ojos de piedras preciosas, es decir, un juguete del tamaño de cada sobrina que una tía medio bruja regala como talismán y oráculo en una suerte de retrato de Dorian Gray porque si la muñeca pierde brillo, se ensucia o alguien le arranca los diamantes como córneas, algo muy grave ocurre en la vida en la joven portadora del regalo.

     Aun cuando rechace a las muñecas como a los payasos de los circos, asumo que no se puede hacer literatura sin abrazar una de ellas. Y voy más lejos, imagino que remojo almojábanas en capuchinos bogotanos, sola, despeinada, subrayando a Claudio Magris entre nubes bajando para que el recuerdo de la mujer transida por un añejo bovarismo resplandezca. Sí, voy más allá porque la búsqueda del tiempo perdido es una cámara secreta y el ensayo ayuda a desmontarla. No, corrijo, quizá es una caja de música con bailarina de brazos en alto, pues buscar es bailar para el destino cuando se piensa y se siente, cuando la música es niebla, pero también luz alumbrando lo que nos resta de vida. Sí llegue a Lisboa, como diría el autor del pastor amoroso inventando otras personas que llevaba adentro: un Ricardo Reiss, una jorobada, un Álvaro de Campos. Llegué a Lisboa para encontrar la conclusión que se me escapa: solo poéticamente nos protegemos de la vida o del aburrimiento de un texto sesudo o de los hechos que erosionan el argumento de una novela tan neutra que se rompe, tan seca que se vuelve polvo sin más.

      Permítaseme un regreso, otro más. Ojeo El tallo entre las piedras y vuelvo a este nombre, Claudio Magris, el cual encontré en la biblioteca de una universidad pontificia. Retorno, insisto, epifánicamente a este párrafo:

[…] Pero esa diversidad imprecisa e incomprendida -de la que el poeta se complace porque necesita sentirse incomprendido para saber que existe; ya que de otro modo al no poder definirse lo haría dudar de su propia existencia- es el lugar de la poesía. Solo la poesía puede expresar lo que no puede definirse explícitamente, contar las contradicciones irreconciliables sin pretender resolverlas, proporcionándoles de tal manera sustancia y convirtiéndolas en una razón de vida, transformando la incertidumbre de la propia identidad en un viaje en busca de una identidad más auténtica.

    Ahí donde la utopía y el desencanto nos alcanzan mediante la mutación de la mente cuando ya no sabe pensar ni sentir excluyendo un verbo del otro. Me refiero al ars de las crisálidas, a la renuncia que implica disolverse adentro de sus capullos, al arrojo con que se vuelven sopa de sí mismas para no volver a arrastrarse como gusanos, para volar como las flores del té tila en el recuerdo de los escritores inmortales.

Equipo de Redacción

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