Junto a Francesca; por Alma Karla Sandoval

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En esta columna Alma Karla Sandoval rinde un homenaje póstumo a Francesca Gargallo, una de las filósofas feministas más destacadas e influyentes por su compromiso con Latinoamérica

Una escuela de escritores en lo que fue el Distrito Federal. Terminaba el siglo XX. En el diplomado de Creación Literaria de la SOGEM, conocí a la poeta hondureña Melissa Cardoza. Ella me llevó a la casa de Francesca Gargallo y mi vida tomó un rumbo irreversible. Soy morelense, crecí en Jojutla donde mis tías abuelas les pedían a sus esposos permiso para vivir.  Por eso a los veintidós años no conocía de cerca a una sola mujer en verdad independiente, joven, guapa, con amigos artistas, casa propia, biblioteca más que apetecible, con los muros de la sala llenos de cuadros de pintores famosos. 

     Una mujer plena cocinando ravioles, preparando una ensalada gloriosa para sus invitados al tiempo que hablaba sin parar con acento del sur de Italia. Eso le admiré inmediatamente: el hablar libre, hablar alto con gesticulaciones graciosas mirando con agudeza lo que decíamos. No sé porque siempre creí que Fran podía ver el lenguaje. Mirarlo como si fueran volutas de humo o formas de colores flotando: globos, burbujas o pájaros de oxígeno, así era su aliento, su palabra.

     Comimos en la terraza. Sí, tenía un patio coqueto donde Melissa, otro joven escritor cuyo nombre no recuerdo y yo, “la poeta que escribe con imágenes donde los animales andan sueltos”, según me dijo le contó mi amiga centroamericana; sentimos el hechizo de esa escritora quien por entonces comenzaba a ser un referente internacional. Faltaba poco para para la publicación de Ideas feministas latinoamericanas, un libro que le abrió las puertas de los foros universitarios, pero también de las asambleas, de las calles, de los festivales de literatura, de los coloquios, pero más que nada de los encuentros transfronterizos donde dialogaba intensamente con otras para cambiarles la vida como a mí.

     Si a esa edad no había visto a una mujer que viviera “sola” con amigas extranjeras, una hija pequeña y sin marido, sin amo, sin partido, sin patrón esclavizante; la conversación sobre poesía, filosofía, política, el dominio de los datos que Gargallo manejaba, me dejaron muda. Era una erudita fascinante, una intelectual crítica de posiciones claras: “Este país lo perdimos cuando se cayó el sistema y llegó Salinas. Fue un golpe de estado”, explicó indignada, triste, convencida de su lectura, pero también dispuesta a luchar. Lo siguió haciendo. Ninguna injusticia, ninguna desigualdad le eran indiferentes.

     Coincidimos una vez más en 2008 lejos de México, en Granada, Nicaragua. Asistimos al encuentro de poesía alternativo de La Franja con feministas autónomas de todo el continente. Ahí la vi cargar un atrapasueños gigante tejido por las compañeras. Luego, a todo pulmón con un micrófono, denunciar en plena calle los abusos de Daniel Ortega, la violación de su hijastra, Zoilamérica Narváez, el silencio de la madre, Rosario Murillo; la complicidad de la iglesia. Gargallo gritaba lo que muchas no porque su mente preclara entendió que la dictadura aún vigente del exguerrillero iba para largo. También era admirable su capacidad de prospectiva.

     Hoy figurones de la poesía, del activismo latinoamericano muy serio, como Marian Pessah, Lety Elvir, Maya Cú, Jessica Isla adoraban a Francesca. Ella las hacía fuertes, a su lado se sentían cobijadas, valerosas. Y al revés. Comprendí que eso era el feminismo, pero no tenía las herramientas para un análisis teórico. Eso sí, le hice caso a la intuición y escuchaba todo lo que Francesca decía, cómo se manejaba en el extranjero, cómo observaba la vida haciéndonos pensar, pero, sobre todo, cómo dejaba su maleta abierta en el cuarto donde dormimos ocho mujeres. Alcancé a ver libros, ropa sin doblar y un paquete de toallas sanitarias abierto a la vista de todas.

     Catorce años después descubro que esa actitud era una de sus múltiples formas de descolonizarse. Mientras yo escondía mi regla por puro pudor colonial, mientras me deprimía en esas fechas rojas detestando la condición biológica de mujer, sintiendo una vergüenza inconfesable porque me habían enseñado eurocéntricamente a odiar mi cuerpo, su lenguaje, sus flujos, su poder; Fran hacía una fiesta. Se afirmaba gozosa en la menstruación con shorts claros y sin quejas saltaba, se sentaba en el suelo de la plaza pública, leía poemas en el mercado. De esa manera me descoló, me confrontó y respondí.

     Tomé el micrófono en una de las marchas en la que nos pintamos el rostro. Ya ni me acuerdo de lo que dije, pero cuando le pasé la voz a otra, sentí mi sangre mía. De inmediato apareció Meli para dibujar en mi cara el signo de nuestro sexo. Marian salvó el instante en una foto. Ahí aparezco con los ojos cerrados, asumiendo una iniciación en los caminos en los que he sido irresponsable, débil cuando me enamoro de hombres con actitudes machistas; pero fuerte si pienso en Nicaragua, en las demás reclamando una vida autónoma que exige derechos, que los vigila para el bien de las mujeres en el país de los feminicidios.

       Tal vez por eso, por la violencia imparable, por la racialización de nuestra subjetividad, Francesca Gargallo viajó recorriendo toda América Latina, desde el río Bravo, hasta la Patagonia, con una beca ganada a pulso. Entrevistó a una muestra de mujeres de los 607 grupos indígenas para saber cómo entretejen su estar en el mundo con el feminismo en las manos que defiende la tierra, ese otro cuerpo nuestro, esa otra sangre que es el agua y las mineras, los capitales tan psicópatas como extractivistas, nos chupan con atroz virilidad. De esa experiencia surgió Feminismos desde Abya Yala, “un relato o una crónica de viaje, pero un viaje filosófico, un recorrido por las ideas que se avivan en distintos fuegos por todo el continente y que están en las bocas y los versos de algunas de las muchas mujeres indígenas que pueblan este territorio”, como lo reseñan en la universidad de Antioquia.

     Que Fran viajaba no queda duda. Hay fotografías donde anda con su hija, Helena Scully, (cuando esta era una bebé) cargándola en la espalda, llevándola en la mochila por dondequiera que preguntaba a los demás cómo sobrevivir a este apocalipsis, a esta existencia medicalizada que vio venir, tal y como me dijo en una carta de la que no voy a hablar, no todavía. Regreso a Centroamérica, a otra anécdota cuando no me entregaba a la aventura. En ese mismo encuentro conocí a un poeta guatemalteco que citaba a Rubén Bonifaz Nuño. Me daba miedo besarlo. Si no fuera por Francesca ese idilio se habría quedado en la imaginación. Cómplice celestinesca, me explicó el significado de amar con valentía, libremente.

      Por esos gestos de sororidad invencible entenderán ahora que Gargallo ha muerto porque no cesan de publicarse necrológicas donde se menciona su estatura de gigante, su calidad humana, su valor comprometido como pocos con las minorías, con la lucha social. No era perfecta, claro. Quienes la conocimos sabemos que podía cansar y alejar con un sinfín de exageraciones, de desbordamientos. La radicalidad de algunos juicios abolicionistas, su fuga de la academia a la que pudo aportar mucho, esa falta de contrapesos cuando se es de una sola pieza y se lee vorazmente, cuando se abraza una utopía sin abrir de vez en cuando los ojos a otras realidades, produce hechos que después de muerta quienes fuimos sus alumnas no comprendamos.

     Por ejemplo, que en el pleno del Congreso de la Unión se le concediera un minuto de aplausos a petición del diputado de Morena, Hirepan Amaya Martínez. Un pleno precedido ni más ni menos que por Santiago Creel, panista impresentable. No sé qué hubiera dicho Fran, aguda y nada autocomplaciente, en medio de una crisis política con un presidente en entredicho porque, entre otras muchas contradicciones, nos pide a las mujeres de México ser abnegadas como Margarita Maza de Juárez. En fin.

      Lo que vale es la feminista, la viajera, la intelectual, la madre que no podía conciliar el sueño pensando en el peligro que Helena, ya adolescente, corría en este país. Eso me lo dijo en una de las últimas veces que hablamos en persona. Confieso que hubo mucho que callé, que no le conté y me arrepiento. En los momentos más difíciles de su enfermedad estaba en Europa escribiendo un libro que me angustiaba y aislaba. Francesca no lo hubiera hecho así, ella no era tanática ni culpígena. Combatía la soledad. A propósito de Abya Yala, le dijo a la gran Ochy Curiel: “Acuérdate que yo soy filósofa de formación. Me urge filosofar, no estudiar el pensamiento de otros. Y para filosofar no puedo hacerlo sola, no quiero hacerlo sola. No me quiero encerrar en una biblioteca y convertirme en una autodidacta. Quiero un pensamiento comprometido que surja de la conversación entre personas interesadas en la realidad y después hasta comprometerse intelectualmente con ella”. 

      En esas palabras se agita su legado, ese colibrí de oxígeno, invisible para muchos, que junto a Francesca aprendimos a mirar y a defender.

Alma Karla Sandoval

Columnista

Equipo de Redacción

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