«Jaimillo y el Monobloco» de Claudio Rodríguez Morales; por JP Jiménez

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En Jaimillo y el Monobloco reconocemos al Rodríguez que gusta del lenguaje despojado, cercano, de calle, sin caer en facilismos. Todo, en medio de bromas de asilo de ancianos, como estar más tieso que chuleta de frigorífico, cosas así que nos recuerdan a nuestras abuelitas y tías más viejas.

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«Jaimillo y el Monobloco» de Claudio Rodríguez Morales

En Jaimillo y el Monobloco reconocemos al Rodríguez que gusta del lenguaje despojado, cercano, de calle, sin caer en facilismos.

En este libro hay melancolía, hay despojo, hay recuerdo. Sin haber estado en alguno de esos lugares, uno se siente en esos lugares. Son espacios y personajes reconocibles, del barrio, de la cuadra, de las antiguas teleseries y de libros que leímos en la adolescencia. Incluso amigas con quienes alguna vez rompimos la barrera y nos besamos. Con este puñado de creaciones de Claudio Rodríguez, ciudadano universal, nos identificamos. Nos sentimos escribiendo junto a él. Sirviéndole vino mientras dispara sílabas y vocablos con su pistola espacial de juguete. Está el Rodríguez reconocible, el de los personajes despojados. El de las descripciones de calles y casonas. De cerros y elevadores. De muchachas entraditas en carne que nos miran con deseo contenido. De los personajes que son perdedores, pero no tan perdedores. Rodríguez se confiesa –muy probablemente sin saberlo y si lo sabe da igual– a través de sus relatos. Aventuramos sus obsesiones, sus coqueteos, sus gustos por mujeres de cachetes rosaditos. Vivimos en Ministro 294, donde el final nos sorprende, nos da un suave golpe al mentón, sin estridencias. Asistimos en La Chancha voladora al fútbol como un relato. La cancha es la hoja donde se escribe. El espíritu es lo que significa la pelota. El fútbol como sinónimo del amor, la garra. De todo. En Jaimillo y el Monobloco reconocemos al Rodríguez que gusta del lenguaje despojado, cercano, de calle, sin caer en facilismos. Todo, en medio de bromas de asilo de ancianos, como estar más tieso que chuleta de frigorífico, cosas así que nos recuerdan a nuestras abuelitas y tías más viejas. Asistimos a viajes al pasado, a nuestra memoria, transformándonos cada uno en esos personajes, en esos episodios de la historia chilena reconocibles y que Rodríguez toca tangencialmente dando testimonio de ellos sin abusos ni panfletos. Somos esos personajes pasando las mismas pellejerías que algún nosotros también vivimos. La espléndida herencia de Droguett llega en La casa, el origen, la vuelta un cuento que parte bien incluso desde el título. Como Toto de Cinema Paradiso que solo en un cine ve las imágenes que le dejó Alfredo, así disfrutamos de estos relatos que nos engullen, nos devuelven y nos vuelven a engullir.

JP Jiménez

Equipo de Redacción

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