Intersticios entre Fuentes y Rayuela; por Alma Karla Sandoval

Carlos Fuentes escribió un ensayo sobre Rayuela de Julio Cortázar que Alma Karla Sandoval revisa en esta entrega a propósito del boom latinoamericano y su herencia rebasada.

El recuerdo de la lectura de un ensayo nos revela. Entendemos que la imaginación febril de quien escribe estuvo en contacto con nuestra sed de libros al regresar a ciertos textos y sus marcas: notas en los márgenes, subrayados burdos, colores que el tiempo va apagando entre líneas que nos dieron fuego. En esas combustiones nos formamos como en los cuerpos de amantes que dejan estigmas. Si tenemos suerte, acabamos imitando el giro de una autora o un autor, con esos homenajes agradecemos las antorchas del camino. Hay quienes roban, claro, versos que modulan o párrafos que disfrazan de voz propia, pero esos hurtos siempre salen a la luz.  Por eso los jóvenes, cuando comienzan a escribir tratando de parecerse a Borges dan ternura, pero no así quienes creen que es fácil escribir un poema a lo Jaime Sabines o Pedro Salinas porque emular esos tonos casi siempre deriva en fracaso, en un horizonte de mermeladas de adjetivos que ahuyentan. Hay de plagios a plagios, diversos grados de dificultad en los trampolines de la expresión.

    Ensayar desde la inteligencia encendida es colocarse en una temperatura riesgosa, no se trata de ir citando sin ton ni son, de aburrir con la sapiencia de quien resulta inalcanzable y sin deleite. Ensayar desde la inteligencia encendida es admitir la emoción que produce el conocimiento o la revelación de un libro más allá de las explicaciones o el desmontaje de sus procedimientos. Las capacidades cognitivas superiores de quien escribe un ensayo como el análisis, la crítica, la interpretación, no son una escafandra, un escudo o una Excalibur, sino invitaciones a citas con Dionisio: fiestas o danzas, al goce del pensar sin renunciar a sentir. Carlos Fuentes, en ocasiones, me ha llevado a esos convites.

     Ocurrió hace unos diez años cuando recién se publicó La gran novela latinoamericana (2011), ese conjunto de textos donde el autor de El espejo enterrado habla sobre nuestra literatura. Un ensayo, “Julio Cortázar y la sonrisa de Erasmo”, me conturbó porque entendí cómo se trama la amistad cómplice entre dos autores cuyas búsquedas fantásticas eran similares. Fuentes, sin embargo, al entregar su lectura de Rayuela nos descubre los dotes de un ensayista que es una bengala palpitante, es decir, la cátedra entre el pensamiento crítico y la celebración desde uno de los temas que al mexicano siempre lo hechizaron: qué es la novela, cómo vive, cómo muere, cómo resiste, de qué está hecha porque de Ulises a Ulises, de Don Quijote a Lolita, la novela desplaza, muda de lugar, se mueve en busca de otra cosa: del vellocino de oro de Jasón al vellocino sexual de la ninfeta de Nabokov. Novela es insatisfacción; la búsqueda de lo que no está ahí (el oro de Stevenson y Dumas, la sociedad y la fama de Stendhal, el absoluto de Balzac, el tiempo de Proust, el reconocimiento de Kafka, los espacios de Borges, la novela de Faulkner, el lenguaje de Joyce). Fuentes nos dice que a fin de alcanzar lo que se busca, la novela da a su desplazamiento todos los giros imaginables: distorsión, cambio del objeto del deseo, reagrupamiento de la materia sustitución de satisfactores, disfraz del sueño erótico convertido en sueño social, triunfo de la ilusión reemplazada, traslación de la inmediatez a la mediatez. Desplazamiento: abandonar la plaza, alejarse del hogar, en busca de otra realidad: invención de América por Europa, pero también de Europa por América.

Fuentes comprende así que su gran amigo, Julio Cortázar, des-escribe la novela como el territorio de las utopías con el contralenguaje de quien no quiere más que un cielo lúdico

    Fuentes comprende así que su gran amigo, Julio Cortázar, des-escribe la novela como el territorio de las utopías con el contralenguaje de quien no quiere más que un cielo lúdico, un juego o un modelo para armar y olvidarse de las convenciones, de la doxa literaria que supuestamente garantiza un lugar memorable en los libros de historia de la literatura, un quehacer cada vez más aburrido en tiempos de novelas pensadas como guiones que se puedan vender para convertirse en series o películas, después de todo los capítulos decimonónicos que se publicaban en la última plana de los folletines tenían esa función: la que suplen plataformas como HBO, Disney, Netflix, etc. Recordemos que antes, para saber de qué iba la historia de la que se hablaba en los cafés, debías comprar el diario. No lo digo con resignación porque tampoco estoy segura de que nada haya cambiado, autores como Cortázar sí desafiaron a la sociedad retando a la realidad, describiendo sus insatisfacciones desautorizadas porque incluso en los caminos libérrimos de la literatura hay que ceñirse al canon. La impudicia de un contralenguaje posible no se considera lenguaje, el conservadurismo triunfó cuando la novela murió en los términos que señala Milán Kundera. Nos queda el neofascismo de un novelar que no incomode ni rete porque si bien es cierto que Cortázar tuvo a bien indicar que somos dueños de la posibilidad de reordenar la historia, de ser corresponsables de la misma, de invitar a otros a entrar en mi tiempo y de ir al de los demás, nos dejaron una sola temporalidad:  la de la nada de Momo, que nos ha arrebatado la teoría de cuerdas, los universos paralelos, los infinitos posibles, para imponer un solo aquí y ahora, un pensamiento romo donde no hay lugar para fiestas de no cumpleaños ni extravíos.

  La locura de Erasmo, aunque era un machista irredento, le haría bien a esta época apunta Carlos Fuentes en ese ensayo vibrante en el que hoy volví buscar el mismo goce de la mujer que era antes de escribir ensayos propios como un albañil que llevaba dentro tres cerditas: una construyó con paja, pero sin hacérselas; otra con lodo de la misma confusión entre pantanos de lecturas desordenadas y malentendidos que nadie aclaraba en una soledad demasiado ruidosa como la de la Hrabal. Nadie o quizá yo misma leyendo a Fuentes y buscando una servilleta sucia para limpiar rímel y lágrimas deseando escribir algún día, alguna vez, como uno de los miembros del boom sin deconstruir al boom ni sus melenas de leones patriarcales, hambrientos, donde la inteligencia que comenzaba con tímidos incendios, nunca publicados en revistas donde pagaran o se movieran, tenían cabida. Hablo de un desamparo ante la literatura que nos desapareció en automático, aunque Fuentes incluya a Virginia Woolf, pero no la cite con propiedad. Hablo la Maga de Rayuela que no es una mujer ni la voz de esta, sino la novela misma, quiero decir, es lo otro, no lo igual ni lo semejante. Si existe una Maga en la obra cumbre del Julio al que tanto queremos, representa para Fuentes: “La magia de la nube, la Maga de la nebulosa, es la búsqueda de la Maga, o sea, la búsqueda de la novela. Incapaz de cerrarla, porque no ha encontrado a la Maga y no hay novela sin la Maga”, motivo, razón, pero no autora. Nosotras, señoritas que desean recibir cartas en París, que las esperan mientras al otro es a quien le pasan las desgracias y los conejitos. Para nosotras son las nubes de Beatriz o las fosas comunes de otras realidades nada europeas, utópicas, que hasta el momento ningún intento de descolonización, con huacos retratos o sin ellos, pueda desdibujar. Romanticismos también de la forma en que leemos, de las fiebres del ensayo que no le piden nada a la cadencia de los poemas con los que nos enamoramos al punto de robar una palabra, un giro, una diminuta luz de fósforo como la de la niña del cuento que muere congelada y hechizada por ese brillo que no concreta la revolución de un estar en el mundo desde el ensayo, desde la mitología de un género donde pocas no quieren ser la Maga, sino quien invente a otras hechiceras.

Equipo de Redacción

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