Imagina un recuerdo de Navidad, por Alma Karla Sandoval

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En esta entrega, Alma Karla Sandoval invoca al fantasma de la Navidad de la lectura y resignifica las aristas espinosas del amor romántico.

Imagina un recuerdo de Navidad, por Alma Karla Sandoval

Escribe escuchando de fondo una canción de Ana Torroja, su primer álbum como solista. “Puntos cardinales” habla de una mujer que se convierte en sirena, luego en planeta honrando su historial romántico. Nada original. Con todo, se trata de una invocación, de un cruce finisecular, ese bálsamo popero para seguir adelante o bien, la nostalgia de los acordes de una caja de música de donde extrae la joya de la melancolía. Digamos que de una mañana de noviembre. El novio que vivía en Houston terminaba un doctorado en teoría musical. Buen lector, le dijo que cuando estuviera de vacaciones decembrinas en México, irían a la casa de su madre a hornear galletas de jengibre y las decorarían luego de que él tocara el piano. “Imagine a morning in late November”, la primera línea que sonaba a verso, a portal de una historia que meses después, cuando el novio ya no lo fuera porque le daba por tener otras novias al mismo tiempo, ella leería en un café literario. Entonces salta otra escena, el calor de una tarde de abril asfixiante en la provincia de México. Cinco seis personas leyendo ese cuento de Truman Capote y pasándonos servilletas ásperas que limpiaban nuestros ojos, café malísimo con galletas de fresa que también se atoraban en los nudos de nuestras gargantas. La Navidad quedaba lejos, pero el aire frío moviendo los cabellos de esos personajes entrañables, el trineo o carricoche con que el niño y la anciana se liberaban de lo peor de este mundo, esa inocencia salpicaba de migas de galletas, de perfumes de pino, castañas, en suma, de la fantasía del adviento en el que nos sentimos a salvo. Cuando somos lectores somos ángeles. Afuera de ese círculo de lectura había balaceras. Mataban gente y aparecían cadáveres colgados en los puentes peatonales. Leíamos para apartarnos de esa realidad. Caían plumas de no sé qué pájaros sobre las mesas al aire libre del instituto donde esas reuniones se efectuaban. Leíamos para que fuera diciembre cada miércoles.

    Ahora ella va a cambiar de pronombre. Ese giro lo haría Lispector sin miedo, sin conmiseración. Ella va a hablar en primera persona y va a mentir un poco o a exagerar porque se acerca a una de esas pequeñas epifanías que quizá nos entrega la madurez. Descubrimientos o el fantasma de la Navidad vieja, perdonen ahora este giro dickensiano.

    Sí, llegó diciembre luego de aquella mañana tardía cuando cumplo años. Y sí, fui a hornear el jengibre, a colorear el chantilly, a jugar con las nueces, las gomitas de colores, a escucharlo al piano recordar a su abuelo, Manuel M. Ponce, a mirar cómo es valiente cuando es artista, aunque la realidad del dinero y el consumo en Estados Unidos se lo tragara enterito. Había cosas que no le decía. Entonces ya sabía “manejarme en las distancias cortas”. Me callaba que había leído a Capote desde la universidad, que no me estaba enseñando nada, pero que también lo quería por contagiar el encanto navideño de una narración para impresionar. Le funcionó. Nos conectaban los libros, así como trozos de adolescencia compartida, otro relato pendiente. Aquello, en nuestros treintas, duró por su sensibilidad de niño popular en la secundaria pública escondiendo un profundo amor por la palabra. Él sabía que conocía su secreto y algo mejor: que yo era una poeta de trece años, que podía inventarle música. Cada vez que entrábamos en arrebatos cursis, llegábamos a la conclusión de que nacimos con oído. Por eso nos poníamos a llorar escuchando su playlist. Colocaba el audífono izquierdo, nunca supe el porqué, en mi derecho, y nos dormíamos cansados, desnudos, escuchando lo que yo llamaba “el refinado soundtrack de un pianista”. Algo que tampoco le dije, pero gozaba como su imaginario navideño.

     Más grinch que entusiasta de la escarcha, Santa Claus, los belenes y las fiestas, para mí la Navidad significaba leer debajo de las sábanas. Eso sí no lo recuerdo, cuándo instauré esa tradición: la de ir a mis librerías favoritas de CDMX, comprar lo que me había negado, libros costosos, pero que, con mucha dificultad, renunciando a zapatos, adquiría en diciembre. Luego caminaba por toda Avenida Juárez. Paraba en una o dos cafeterías y comenzaba a degustar un poemario de Szymborska, una novela de Elena Garro, un cuento de Borges, otra novedad sudamericana. Me sentía un personaje de Bolaño con un abrigo que de nada serviría donde la Navidad sí es blanca, de donde, a los cuarenta, huyo como ave migratoria. Ese era mi descanso, mi fiesta de autores, de silencios, de sueños porque un día escribiré, pensaba, algún día vendrá una historia y le abriré la puerta. Me iré con ella en un trineo y haré llorar a los lectores con la ternura inteligente, con el dulce dolor que Truman Capote sabía inocular como una droga de frases. Algún día confesaré que decorar galletas me aburre, que no puedo comerlas porque engordo y la culpa es más grande que el placer. Algún día, sin embargo, volveré a flotar en medio del olor de la harina con jerez, trozos de naranja, de cerezas, de nueces y pasas cociéndose en el horno mientras la primera persona a la que quise en este mundo me enseña a tocar el piano. En esa escena vibra todo el poder que necesito: poesía casera de un final feliz que duró solo una tarde, pero fue nuestro. Él ya casi no toca el piano en público, pero seguramente hornea galletas con su esposa e hijos. Lo sé porque su perfil en Goodreads lo confirma: su primer título es On Food and Cooking: The Science and Lore of the Kitchen, luego Neruda, Borges, Bioy Casares, Gabo, Faulkner, todos esos autores que leí al oído, toda esa Morel de la que le hablaba hechizada, todas esa filosofía nihilista y escabrosamente inolvidable de La hora de la estrella, todo eso que le regalé como quien hace pasteles, te los da a probar en la boca. Yo le abría los ojos, le decía poemas recargándome en su pecho. Le pedía que no pensara en cómo mantener un hogar, que se fuera del chantaje de su madre, de las deudas del hermano, que olvidara a su padre y sus mujeres que lo dejaban en la calle, que corriera conmigo lejos de todo, que abrazara el piano como a la vida misma. De este lado del arte siempre es Navidad. Eso sí se lo dije. Pero él tenía que pagar cuentas y los niños prodigio japoneses o chinos con una digitación que ya quisiera Schumann, lo convencieron de rendirse, dar clases, arreglar pianos carísimos, amenizar fiestas en reuniones caras, cobrar en dólares y en dólares hacer una vida donde hay muy poco espacio para ser el intérprete que era. Eso nos unió. Nos separó la índole de nuestros sacrificios. Él no volvió a tocar el piano con dolcezza. Yo no pude renunciar a la poesía.

Alma Karla Sandoval

Columnista

Equipo de Redacción

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