Happy end o muerte; por Alma Karla Sandoval

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Alma Karla Sandoval reflexiona en su columna sobre la visión heteropatriarcal de las mujeres en el cine.

En la más reciente versión cinematográfica de la novela Mujercitas de Louise Mary Alcott, la directora Greta Gerwig abre su película con una Jo March buscando un editor quien le pide que, si va a escribir cuentos o novelas con mujeres protagonizándolas, la autora debe asegurarse de que estas se casen al final o si no, se mueran. Me recuerda a una editora que no quiso publicar Cartas a una joven feminista y sé que ahora se arrepiente. Esa experta en libros comentó que ella prefería los finales felices, pues en mi primera novela, él es quien muere y ella sigue su vida sin marido ni alianza matrimonial en las manos. El poder del happy end con vestido blanco, fiesta y close up de beso a cuadro es una poderosa reminiscencia de los cuentos de hadas cuyo mensaje es: el único premio posible es que alguien te quiera desposar, si eso no ocurre, más vale que te suicides o te mueras, si, como Emma Bovary o Ana Karenina. Varios temas se cruzan en ese mandato editopatriarcal, por un lado, el derecho a la catarsis sin pathos de las y los lectores porque desean entretenerse y ver una historia feliz porque el mundo no es un jardín de rosas. Fue Tierry Eagleton uno de los críticos literarios quien con más ganas defendió la idea de que todo aquello imposible y hermoso ocurriera en la ficción porque eso es precisamente, un engaño.

Desde otra óptica, el arte como representación de la vida no puede ni debe fallarle. Sin mezclar la ética en este asunto, hay criterios de verosimilitud que rompen el sueño de una narración de inmediato. Por ejemplo, que las mujeres que no se casan, se mueren de tristeza por nadie las quiso, así que en el suicidio encuentra la solución final porque son tan sensibles, tan grandes artistas incomprendidas que son demasiado para este mundo ingrato que no las merece o porque bueno, se equivocaron, tuvieron amantes que no debían, transgredieron alguna norma, se metieron donde nadie las llamó: lugar, hora, persona equivocada. La verdad es que esa dicotomía ya quedó un poco atrás como lo demuestran las personajas de Elena Ferrante, insumisas, subversivas, sin la “capacidad” de encajar en un destino común como las dos amigas de una de sus famosas novelas o La vida mentirosa de los adultos, vuelta serie en Netflix, donde el personaje de una tía réproba nos encanta precisamente por su habilidad para tramar vidas que no existen.

No es nuevo, ayer en una clase de Cine y feminismo, una estudiante comentó que las protagonistas de Jane Austen sí hacen lo que quieren aun en medio de una sociedad machista, conservadora, victoriana. Le quería decir que, efectivamente, se casan con quienes ellas desean, con quienes eligen corriendo todos los riesgos habidos, pero su deseo está moldeado por las circunstancias de la época.

Por eso la pregunta en tiempos de inteligencia artificial, de redes sociales fácticas como poderes centrales de nuestra vida cotidiana es, ¿qué quieren las mujeres? Desconfío que solo casarse o morir, ¿qué encontramos en medio de esos dos extremos?

Me gusta responder que libertad y soledad. La primera para decidir nuestros propios destinos y la segunda para conocernos, reconocer nuestros alcances. Empero, me pregunto por qué muchísimas mujeres aún no entienden las enormes ventajas de ser libres y estar solas. Sobre todo, cuando son jóvenes. Varios expertos en el tema lo adjudican a las hormonas, el reloj biológico, ya que, con la llegada de la menopausia, en términos de pareja, son varias las que prefieren vivir solas que con un hombre en la misma casa, pero ¿cómo llegué a hablar de esto si comencé pensando en Mujercitas? Fácil, no nos conceden todavía la mayoría de edad como sujetos políticos, por eso continuamos persiguiendo “una relación bonita” como único eje, no porque esté mal tenerla, sino porque no puede ser ese el centro de la búsqueda de una persona que no sirve solo amar, pues posee las ganas de entregarse a otros tipos de proyectos más allá del matrimonio o la maternidad que derivan en la obligatoriedad de los cuidados, palabra clave que muchos países aún no se resuelve. El poder adquisitivo de naciones con economías fuertes permite que una familia pague cuidadores o enfermeras para los ancianos de un núcleo familiar. En contextos empobrecidos, son en su mayoría las mujeres quienes deben asumir esa labor.

Por eso en Chile, su gobierno joven y progresista habló de un sistema nacional de cuidados para que no esclavizar a las mujeres con una tarea más que cumplir, algo que al gobierno de México no se le ocurre ni en sus sueños de opio más profundos. De hecho, el actual presidente, en plena a la pandemia, dijo que su país saldría adelante porque la familia en tierra azteca es tan fuerte que las mujeres, acostumbradas a encargarse de todos, no solo de los hijos, sacarían la cara por las o los enfermos. Algo similar ocurre en Oriente donde los cautiverios de las mujeres siguen siendo si no muy mal vistos, difíciles de desarticular. He ahí porque los finales felices venden, por la ilusión de una historia que nada cambia ni rompe, por el camino logrado de los héroes que vencen al mundo entero para lograr su amor romántico, el fin último, el único Dios que queda vivo y pide a cambio de la ceguera que nos otorga, renuncias, el sacrificio irreversible de los proyectos propios (seas hombre o mujer). La gran tragedia, lo verdaderamente dramático, es que ningún amor es verdadero. El editopatriarcado lo sabe, por eso apuesta, filma, compra, edita, guiones donde el romanticismo es un imperativo categórico, un contenido con el cual robustecer su propaganda ahora pospandémica con bots más rápidos que cualquier amante pensando si debe entregarse o no.

Equipo de Redacción

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