En respuesta a Annie Dillard; por Alma Karla Sandoval

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Alma Karla Sandoval responde a una pregunta que la brillante escritora estadounidense, Annie Dillard, formula en su brillante libro de ensayos narrativos, La abundancia.

Comenzar con Carson McCullers, un interior quebrado debe ser paciente con su herida, tener fe en que no tardará en brotar de esa grieta el impensable tallo de una planta. Pasar, por ende, gran parte de la vida adivinando qué tipo crecerá ahí adentro: una criptógama o fanerógama, una briófita como la capa verde en el patio de atrás vuelta alfombra o una gimnosperma con semillas, pero sin verdadero fruto. Lo cual equivale a preguntarse si habrá valido o no la pena toda esa lluvia de ojo alicaído. Para McCullers, un autor raras veces percibe las verdaderas dimensiones de una obra hasta que está terminada, en su opinión es como un sueño que florece, “las ideas crecen, echan brotes en silencio, y surge un millar de iluminaciones que se suceden día a día mientras la obra progresa”[1].

    Respecto a esas luces, su compatriota Joan Didion habla de una imagen reverberante: «Yo no soy esquizofrénica ni tomo alucinógenos, pero algunas imágenes reverberan para mí. Si te concentras lo suficiente, verás la reverberación. Está ahí. No debes pensar demasiado en esas imágenes que reverberan. Limítate a no hacer nada y verás cómo se desarrollan. No digas nada. No hables con mucha gente y evita que tu sistema nervioso se cortocircuite e intenta localizar al gato en la reverberación, la gramática de la imagen. Igual que he dicho reverberación en sentido literal, también digo gramática en sentido literal”[2], en efecto, de un chispazo o de un ¡eureka!, al orden sintáctico, merecido, de una oración travestida con emociones.

     Arranco con Mcullers, he aquí el motivo, eje central de sus grandes obras: el amor, y en especial el amor por una persona que es incapaz de corresponder o recibirlo; personas cuyas deficiencias físicas son un símbolo de su incapacidad espiritual para amar o recibir amor, de su aislamiento espiritual. Visto de esa forma, quien no ama no podría escribir porque el artista es, por naturaleza de su profesión, un soñador y un soñador consciente, “¿cómo sin amor y sin su intuición puede un ser humano colocarse en la situación del otro ser humano? Tiene que imaginar, y la imaginación requiere humildad, amor y gran valor”, escribía la autora de El corazón es un cazador solitario sin miedo alguno de que la consideraran cursi, floja, nada “consistente” o interesante para estos tiempos de individualismo hipernarcisista: es más fácil masturbarnos con nuestra palabra que ir al encuentro con la de los demás Preferimos seguir buscando la forma de sobrevivir o esperar la muerte mientras creemos escribir algo importante. El aislamiento espiritual, si funciona, comunica: une, no separa. Sin embargo, el egoísmo puro y duro al que se refiere George Orwell como razón principal para escribir, ese deseo de parecer inteligente, de que se habla de uno, que a uno se le recuerde después de muerto, de resarcirse de los adultos que abusaron de uno en su niñez, etc.; eclipsa toda ética si se trata de hacer ficción u olvidarla. Al último, como asegura Annie Dillard, la mejor brújula es escribir como si te estuvieras muriendo. Al mismo tiempo, hacerte la idea de que escribes para un público compuesto exclusivamente por enfermos terminales. Es, al fin y al cabo, el caso. ¿Qué empezarías a escribir si supieras que ibas a morir pronto? ¿Qué podrías decirle a un moribundo que no le enfureciera por su trivialidad?[3]

    Escribiría un poemario sobre las sombras rompiendo capullos, una novela agridulce para entender las espinas de la existencia como agentes connaturales. Equilibraría la idea de que la autodeterminación es poderosa, pero no siempre conseguimos lo que ansiamos porque el deseo es un ave muy excéntrica en nuestros paraísos. Hablaría del viaje como fuga y retorno en una Odisea que volviera empezar con un Ulises desengañado de Penélope, del final feliz, de la quietud luego de Calipso y de Circe. Me empeñaría en cambiar la historia por debajo de las historias donde no incluyen la verdad de la imaginación, su hechicería para crear, como dijo Clarice Lispector, “lo que me sucedió”.

      Contaría más historias de piratas con vulva porque Laura Sook Duncombe está en lo cierto: el corazón de esas mujeres residía en su libertad: respecto de la sociedad, de la ley y de la conciencia moral. Los piratas conquistan a la gente con la misma facilidad con que capturan a sus presas porque logran hacer algo en lo que muchos solo sueñan: se apartan del hogar y la comodidad para probar suerte en una vida situada más allá de los confines de lo establecido. El espíritu valiente y aventurero de un pirata puede inspirar incluso a quien no condone sus actos criminales[4]. Menos si eres mujer e interfieres con la compleja y muchas veces narrada relación del hombre con el propio mar, con su dominio porque es ahí donde ellos pueden mostrar su valía o buscar fortuna. En cambio, si las aguas pertenecen también a las mujeres, estaríamos de cara a océanos que diluyen el binarismo y socavan la sagrada relación entre el marinero y el mar. Para insistir en ello escribiría relatos sobre Elisa de Tiro, la reina Teuta, Christina Anna Skytte, Elise Eskilsdoter, Ingela Gathenhielm, Johanna Hard, Laghertha, las tres Juanas: de Belleville, de Clisson y de Penthiéve, no excluiría a las corsarias berberiscas, a Leona de Bretaña, a la temible, vengativa, Sayyida  al-Hurra, a Lady Mary, Anne de Graaf, Anne Bonny, Mary Read, Charlotte de Berry, María Cobham, Martha Farley, Catherine Hagerty, Gunpowder Gertie y quizá a las más exitosa de todos los tiempos, la china Cheng I Sao. Advierto que me inventaría a otras de este lado del Caribe, algunas con nombres más latinos en las costas de Campeche, Ponce o Cartagena. Mitologizaría hasta el cansancio, hasta no poder más. El mar también es nuestro, lo dejaría muy claro para darle sentido a esta soledad, para entender que todo pudo ser distinto y que, si varios universos ocurren en esta misma hora como las estrellas que brillan porque celebran el pálpito de su muerte, admitiría de una vez por todas que llevar la poesía en la sangre es tenerla un poco envenenada, contaminadísima por un virus invencible con rumbo a la carne fría de siempre, rigor mortis, eso fue todo.

     Por lo tanto, escribiría un tratado ya no de bengalas, sino de tiempo detenido en el símbolo de un amanecer esperanzador basado en el aprendizaje del dejar ir a tiempo lo que nos lastima, lo que nos expolia, nos abusa, nos resta vida y placer, nos tortura con la amenaza constante del que pide sometimiento a cambio de su luz demoníaca, la única que, según él, mereces. De tal modo que a un diccionario feminista y  a la invención del término editopatriarcado que me ha valido cierto nombre, agregaría otro de definiciones psicopáticas que conozco al dedillo, los padecí desde muy joven, con un amante tras otro; en ese texto entregaría brillantes ejemplos de adicción al perpetrador, amnesia del abuso, anhedonia, almagemelización, coqueteo crónico, culpa somática, disonancia cognitiva, empatía simulada, estrés postraumático, expertise en la vulnerabilidad de la víctima, gosthing, hoovereing, hackeo de la confianza básica, indefención aprendida, juego de la piedad, love bombing, gaslithing, misdirection o despiste, venadeo psíquico, devaluación o denigración, descarte, Shadenfreude, sizotimia, suplemento narcisista, vampirismo emocional, trampa rescatista, trauma continuado, triangulación, pero no, no me iba victimizar, extraería de mi mente una personaja (lo escribo con “a” porque importa) detective-poeta-perra-romántica-vengadora con destellos espirituales de Marisela Escobedo o Miriam Rodríguez Martínez; con la necedad de Frida Guerrero, pero sin las hombreras de la teniente Scully (la achaparran), con el dragón de Lisbeth Salander, pero sin sus piercings (son antihigiénicos), con la mirada de Clarice Starling, la autenticidad de Kate Winslet interpretando en Marianne “Mare” Sheehan, una detective de Pensilvania a quien le encargan la investigación del asesinato de una joven y la desaparición de otra.

     Eso haría, sí, no para volverme famosa ni que me paguen en Netflix sino para alertar con migajas de pan en los caminos que los cuervos no se pueden comer porque realmente son piedras que simulan ser harina horneada. Procedería de ese modo para que otras no mueran antes de tiempo a pesar de que pueden seguirse equivocando, pues requerimos más piratas, más detectives imperfectas, más sobrevivientes de psicópatas beneficiándose a diario desde la comodidad doméstica donde se impone, a sangre y lumbre, un amor sin amor en el país de los feminicidios que lo es por esa misma razón en un mundo donde nos quieren matar las ganas de inventar nuestras honrosas y cicatrizadas historias de supervivencia: sagas de cómo esos violadores no lograron salirse con la suya. Una epopeya del aquí y el ahora, un orfismo visceral, victoria cotidiana (aunque suene imposible) sobre la humillación de los patriarcas, la impunidad de los crímenes, las traiciones, el abuso, y, por si fuera poco, los castigos que sobrevienen por tener sexo sin amar como dicen que hay que hacerlo, la lapidación psíquica porque no les crees ninguna historia, construyes tus propios castillos en universos donde no necesitar de un macho no es un crimen. En suma, cuentos de cuerdas que se pudren en la horca, de hogueras apagadas por tormentas mágicas, de verdugos a los que les da un ataque cardíaco antes de cortarte la cabeza, de pistolas que se atoran, de mujeres que se van para siempre, para nunca, nunca más volver, de los cuerpos, los tiempos, los lugares donde han sido destruidas.

     Hasta aquí parte de mi respuesta a Annie Dillard, una réplica que descubro urgente como un precioso manual sin cara de manual, una larga carta de despedida en forma de ensayo a Gloria Anzaldúa, una novela denunciando coqueteos inútiles con la autoconmiseración, insights como dispositivos poéticos de sabiduría sentipensante con los ecos de la voz extraordinaria del perdón hacia nosotras mismas, como subraya Zambrano, una reconciliación tan lúcida que vuelva eterno un jardín donde ninguna oscuridad se prolonga innecesariamente. Para lograrlo tendría que revelar varios misterios, enigmas que me entregaron al crecer, mandatos peligrosos: tú no puedes, tú no hablas varios idiomas, tú no eres bonita, delgada, blanca, de nariz respingada, ya no tan joven; tú no, naciste en un pueblo perdido de una provincia pobre, tú provienes de las indias, las morenas, las tercermundistas que huelen mal, no olvides que tu bisabuela echaba tortillas y no aprendió leer hasta los treinta años, que como a tu madre, la raptó su marido; tú lo único que mereces es que se aprovechen de ti, tienes que pagar con renuncias, con sacrificios a los dioses de la creación, las páginas algo elocuentes que escribes, tú no tendrás paz ni estarás conforme con todo lo logrado, eres una impostora; tú sentirás que nada es suficiente, que nadie te leerá, que no entenderán una coma, ni la rabia ni la justicia flotando como un cadáver en el lago de tu angustia, tú no serás amada porque no pueden engañarte, tú no te arrodillas ni en defensa propia, pero haces creer que sí, tú traicionaste tu destino biológico, familiar y sentimental, tú no solo sabes muchas cosas, las acomodas donde le sirven al mundo: las transformas en plumas como espadas que además enseñas cómo usar; tú no, no puedes y, si lo logras, de nada servirá.

    Tendría que acabar con esas maldiciones antes de morir, ver en qué parte de la mente encuentro el hechizo que las rompa. Después de todo, siempre es un todavía que se extingue. A cualquier persona obsesionada con la escritura, entregada a ella, le queda poco tiempo.  Debo confesar que estas líneas, con todo y su dramatismo, devuelven garra y vida, conducen a la autoimplicación donde descubro, finalmente, aquello que debo escribir de una vez por todas.


[1] McCullers, Carson. (2017). “El mudo” y otros textos. Ciudad de México: Seix Barral, p. 114.

[2] Didion, Joan. (2022). Lo que quiero decir. Barcelona: Literatura Random House, p. 44.

[3] Dillard, Annie. (2020). La abundancia. Barcelona: Malpaso, p. 93.

[4] Sook Duncombe, Laura. (2017). Mujeres piratas. Ciudad de México: FCE, p. 13.

Equipo de Redacción

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