En memoria de Silvina; por Alma Karla Sandoval

1

En tiempos en los que no cesa el debate sobre los peligros de la inteligencia artificial, la autora de esta columna presenta un cuento premonitorio donde Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo son personajes.

Éramos grandes amigos, la literatura, nuestra causa, era un vapor extraño recorriéndonos. Borges y Bioy hablaban mucho a solas, a veces nos excluían a Victoria y a mí. Buscaban sus espacios y los encontraban en nuestro estudio de La Recoleta. Una jarra de café y otra de té eran los únicos testigos. La obra de ambos fue creciendo, también sus viajes y la fama que los arropó como la piel de un tigre.

Mi vida al lado de Bioy era rica y en libertad. El respeto que nos teníamos era un buen bosque que atravesábamos cotidianamente. ¿Será que toleré demasiado? Él también. No es sencillo vivir con esta imaginación que exige silencios largos, paseos infinitos y muchas horas en soledad para las cartas que llegan de Europa y debo responder casi a diario. Las de Alejandra son las más preocupantes, ¿cómo se las arregla una mujer con su talento para alimentar tanta desgracia?, ¿qué decirle para ofrecer algún consuelo? Es inútil, lo sé.

Decía que con Bioy he sido feliz; agrego que la amistad con Borges significa tener un amuleto en la mano. Por eso temo que se sepa la verdad. Ningún lector, de ningún sitio del mundo, ha sospechado lo suficiente. Existen algunas insinuaciones de filólogos como Ernesto Cabrit, Alonsa di Costanzo y Roger Stephens, quienes reconocen las influencias entre mi esposo y su gran amigo. Cabrit intuye con tiento, escribe un artículo titulado “Voces ulteriores y topografías afectivas”, con el cual casi demuestra que la adjetivación de Borges y la de Casares, es gemelar. Di Contanzo, la gran literata española, escribió el libro Ficción porteña y futuro probable, donde lanza la hipótesis de que los argentinos escribían juntos, puesto que, haciendo un exhaustivo análisis de las fechas de publicación, los títulos de los cuentos y novelas, los personajes centrales y los finales de las historias, se deduce que ambas producciones comparten mucho más de lo que se admite, mucho más, y cita: “Es, por momentos, como si se tratara de la misma persona”.

Stephens, para decirlo de una vez, nos fastidió bastante. A él le dio por la psicocrítica, por el estudio a fondo de los complejos, de los traumas, de las ambiciones secretas, de Borges y Bioy. Como detective de una novela policíaca fallida, vivió tres años en Buenos Aires siguiendo a la gente relacionada con sus objetos de estudio. Lo recibí varias veces de buen ánimo, es más, gracias a mis ruegos, Stephens asistió a la fiesta de cumpleaños de Victoria. Ahí entrevistó a todos los escritores publicados en el tercer número de la revista Sur. Hablaba un español perfecto, pero su ironía era vulgar y no tardaba en producir desagrado. Estaba seguro de que había algo torcido en la escritura de Adolfo, alguna trampa que hacía brillar sus textos. El estadounidense conocía mejor la obra de Borges, a la que acusaba de ser un plagio de Edgar Alla Poe y un juego fútil, más efectista que intertextual. Para él, lo mejor del autor de El Libro de Arena era cuando se mostraba humano, apasionado, efímero, precisamente como Bioy Casares. De ahí que suponía que algunos textos borgianos no estaban escritos por él, sino por otro, un doble que no era el de los cuentos de El aleph. Por desgracia o por fortuna, el azar quiso que Stephens perdiera la vida en un extraño accidente llegando a las afueras de Nueva York. El infinito estudio que preparaba sobre la literatura argentina nunca vio la luz. Sus alocadas suposiciones quedaron en el olvido.

Sólo yo sé exactamente lo que ocurre y no fue sencillo darme cuenta. Debí leer mucho sobre la historia de los autómatas, esas raras máquinas que imitan la figura y el movimiento de los seres animados, y que con el paso de los siglos cada vez son más complejas. Desde la estatua de Osiris, con el fuego que arrojaba por los ojos gracias al ingenio egipcio, pasando por la obra de Herón de Alejandría, quien explicó la creación de mecanismos basados en los principios de Philon o Arquímedes con los cuales se pudieron crear marionetas capaces incluso de hablar; hasta el autómata de Leonardo Da Vinci, vestido con armadura del Medievo y creado en 1495. Desde el Libro de Mecanismos Ingeniosos de los hermanos Banu Musa, hasta las revelaciones de Jacques de Vaucanson, un gran relojero con conocimientos de anatomía y mecánica, que demostró en sus autómatas la relación de principios biológicos básicos como la circulación, la digestión o la respiración. En fin, leí todo, desde las muñecas chinas de porcelana, hasta las máquinas parlantes que jugaban ajedrez en Estambul.

Fue una tarde de octubre, la brisa de Puerto Madero era en un viento cálido de primavera que envolvía con dulzura el centro de Buenos Aires. Jorge Luis llegó puntual a nuestra cita de las cinco para tomar el té. En las manos traía unas galletas ligeras en forma de flor. El saco oscuro, los pantalones almidonados y la brillantina que le dejaba la frente libre. Abrazó a mi esposo con gusto chocante. Comprendí que necesitaban hablar a solas. Entraron en la biblioteca que también es el estudio de Bioy. Unos minutos más tarde, le pedí a Vicente, el mayordomo, que me dejara llevar el té, las galletas de mantequilla y unos pequeños alfajores oscuros por dentro y fuera. No suelo hacerlo, pero la intuición me obligaba. Antes de tocar a la puerta, el silencio del cuarto me sorprendió. Pensé que habían salido y regresé a la cocina para preguntarles a los sirvientes si habían visto salir a los señores. Respondieron un no rotundo y explicaron que, seguramente, los narradores hablaban en voz muy baja y que por eso no los había escuchado. Decidida a demostrar que no, regresé con la charola al estudio. Los encontré departiendo con alegría sobre religiones y verbos en alemán.

Callé, pero estuve alerta desde ese día. Mi imaginación se hizo pequeña frente a la curiosidad acicateándome. Preguntar directamente qué había pasado era un arma de mal gusto que Bioy no aceptaría. Debía ser más sutil o bien, comenzar a espiar las visitas de Borges. Confieso que la idea me dio escalofríos, pero como la música de un verso que no se puede callar, era imposible sacarla de mi mente. Un inesperado viaje a París ayudó a que olvidara el asunto durante un año. Ignoraba que Adolfo huía de una amante de rostro ecuestre quien lo había amenazado con decirme todo, incluso que había quedado embarazada. No lo supe sino hasta después, cuando esa aventura ya no era sino un triste dibujo borroso en nuestra historia.

Francia nos unió de nuevo y frente al Teatro de la Ópera, en un arrebato leve que me hacía besar los ojos azules de Adolfo, le pregunté por aquella tarde en la que el silencio de la conversación me había asustado. Dijo no recordar ni entender la pregunta. Solicitó, para evitarme desvelos, que no dudara en pedirle explicaciones de inmediato cuando un resquemor como aquél me asaltara. Nos abrazamos fuerte y luego cenamos en el Ritz. Cuando nos sirvieron unos caracoles negros, brillosos e inolvidables, Bioy empezó a contar que escribiría otra novela. Ya tenía el argumento: un intelectual venezolano naufraga en cierta isla donde los habitantes sufren de una rara enfermedad y repiten sus actos diariamente. La historia tiene como eje narrativo una máquina que proyecta recuerdos. La idea era portentosa y sabía que Adolfo, con su talento y disciplina, la iba a concretar tal y como la explicaba. No imaginábamos entonces que se convertiría en un libro perfecto.

Volvimos a Buenos Aires y los dos nos encerramos a escribir. Borges llamó a los pocos días para invitarnos a cenar. Nos vimos en un restaurante de San Telmo y entre vinos franceses, los dos acordaron retomar sus visitas que serían, ahora, semanales. Sospeché de inmediato, ¿por qué formalizar esos encuentros ahora? Hasta donde sabía, Borges estaba muy ocupado con la Antología clásica de la literatura argentina que no lo dejaba dormir tranquilo. Cené casi en silencio. Hablaban con emoción contendida de los libros que verían la luz en el futuro cercano.

El primer reencuentro me enseñó que llevándoles el té no descubriría nada. Sucede que Bioy comenzó a poner el cerrojo y pedía el té por anticipado. Él mismo mandaba a comprar los panecitos con dulce de leche. Era cierto, ocultaban algo espinoso.

La mañana del 18 de julio de 1940 hacía un frío atroz. Entré en la biblioteca con el pretexto de buscar un diccionario de latinismos. Me detuve frente a un mueble alto y profundo con dos puertas que, al abrirse, mostraban las primeras ediciones de los volúmenes más costosos. Había espacio para que una persona entrara en esa especie de alacena. Así lo hice y noté que, con las puertas cerradas, quedaba una abertura por la que se podía ver al exterior. Ahí debía esconderme tomando en cuenta los horarios y una excusa.

Llegó el miércoles. El mayordomo informó que Borges llegaría a las cuatro, una hora antes del té, bebería algún aperitivo y luego iría a la biblioteca. Así que yo entraría en el mueble después el almuerzo, a las tres, cuando Adolfo tomara su ducha de la tarde. Mientras se desvestía, le dije que iba a pasear por Corrientes buscando dos diccionarios modernos. Él sugirió que los mandara a comprar porque las tardes eran gélidas. Lo convencí hablándole de mi aburrimiento y la necesidad de observar a la gente en la calle para decorar mejor mis historias. Me dio un beso. Lo abracé y salí de la habitación.

Mi falda, con sus dos holanes duros, reducía el espacio dentro del mueble. Pensé en quitármela, pero sería terrible que me descubrieran con las piernas desnudas, así que me las arreglé para estar lo menos incómoda. El aire era poco y debía respirar despacio. Recuerdo que nunca me dio más gusto ver entrar a Borges usando un traje azul marino. Cuando comenzó a revisar los títulos de cada librero como si buscara algo, mejor dicho, como si me buscara, mi corazón emprendió tal carrera que temí por sus diástoles. Bioy lo alejó del recorrido asegurando que no teníamos nuevas adquisiciones, que era yo la que, quién lo diría, había salido a buscar nuevos libros.

Ambos tomaron asiento y con sendas tazas de té, charlaron sobre revistas y periódicos. No sabía que Adolfo tenía entre manos lanzar una publicación, dirigirla, concentrarse en esos menesteres. Los pies se me estaban entumiendo y ocurriera lo que ocurriera, no podría salir de ese escondite. La conversación entre ellos se hacía infinita. Fue Borges quien vio el reloj y dijo: “Ya es tiempo”. Bioy se levantó. Quitó los cinco tomos rojos de las obras completas de Shakespeare que estaban en el tercer librero y este, como una puerta, se abrió. Me mordí los labios para no gritar porque acto seguido, vi una máquina parlante con forma de hombre cuyos rasgos moros sorprendían por la fidelidad del dibujo. Se movía lentamente y su voz poseía un eco metálico. Borges le alcanzó una silla. Bioy fue por dos libretas y un par de estilógrafos. Sentado, el autómata reveló que debían darse prisa porque su mecanismo iba a necesitar más cuerda pronto. Luego dejó caer sus párpados de madera oscura y dictó el final de La invención de Morel. Habrían sido dos páginas. Abrió los ojos de nuevo. Miró a Borges y le habló de un jardín con senderos que se bifurcan.

Al último, el humanoide pidió que lo ayudaran a levantarse. Antes de volver a la profundidad del muro de donde había salido, explicó que el alma es una serie de proyecciones iónicas, que Platón estaba en lo cierto, este mundo es una caverna más grande y más desconsoladora de lo que podemos imaginar. No pude contener las lágrimas. Cuando Bioy colocó los libros de Shakespeare donde iban, juré guardar el secreto. Tenía un centenar de preguntas, decenas de reclamos y, sobre todo, un horror que iría asentándose, un conjunto de emociones que no alcanzo a explicar. Fue la máquina, debo admitirlo, quien me dictó varios poemas.

Equipo de Redacción

1 pensamiento sobre “En memoria de Silvina; por Alma Karla Sandoval

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *