El turno de una escriba; por Alma Karla Sandoval

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Alma Karla Sandoval analiza la obra El turno del escriba, de Emma Wolf y Graciela Montes, novela ganadora del premio Alfaguara en 2005.

La sola idea de escribir sobre el sueño de la escritura que permita conquistar el favor de los príncipes y tu libertad porque eres un amanuense del siglo XII capturado en los calabozos de la Génova de entonces, se traduce en argumento maravilloso. Máxime si un día, luego de catorce años resistiendo esa prisión, llega Marco Polo a contarte solo a ti, a nadie más, sus viajes por Asia. Sin pensarlo, les das forma a esas aventuras cocreando un salvoconducto más allá de la pestilencia de la cárcel y las mordeduras de las ratas. Relato tras relato del viajero, te sientes cada más fuerte, cada vez más vivo, hasta tu nombre, Rustichello de Pisa, resuena con cascabeles, con mandolinas encantadas por las imágenes que escribes.

Esa es la historia que cuentan Ema Wolf y Graciela Montes en El turno del escriba, la novela ganadora del premio Alfaguara en 2005 que confirmó los caminos de los cuales vengo hasta esta página. Fue un periplo con luces y sombras espesas, un epopéyico andar en medio de una guerra contra el narco que iba cuajando lentamente hasta su estallido con el sexenio de Calderón. Luego, naturalmente, las ganas de irse y no lograrlo porque las becas casi siempre fueron de creación, no tanto académicas. Además, estaba cansada, quería ya dar clases, no seguir oyéndolas porque en los libros encontraba los mejores seminarios.

La verdad es que tenía urgencia de gestar una obra en contra del azahar, como diría Montserrat Ordóñez, pero igual me casé y divorcié como la protagonista de “Persépolis” que no encuentra lugar ni patria mientras su país, Irán, continúa yéndose al caño. Lo interesante de esa película es que muestra la jaula dentro otra jaula: la del segundo sexo y la de ser siempre lo otro, no lo único esencial con un proyecto a la altura de la necesidad de expresar que algo está definitivamente podrido en este mundo.

Por eso las escribas son mucho más que peligrosas o armas atómicas como han dicho de las mujeres con una pluma. “El desastre es total”, afirma Ordóñez, si ese ser cuya vida se descubre destinada solo a narrar o poetizar es una chica como cualquier otra, ya que no se compra la idea de que es un genio, un ser humano que por su rareza más vale tolerarla e incluso incentivarla a que escriba y se confiese, dé fe de cada visión, de cada rapto imaginativo, de cada éxtasis. De esa forma ocurrió con algunas santas. Al respecto, Simone de Beauvoir recapitula: “El asombroso destino de Santa Teresa de Jesús se explica más o menos de la misma manera que el de Santa Catalina: de su confianza en Dios extrae una sólida confianza en sí mismas; al llevar al punto más elevado las virtudes que convienen a su estado, se asegura el apoyo de sus confesores y del mundo cristiano: puede superar la condición común de una religiosa; funda monasterios, los administra, viaja, emprende, persevera con el denuedo aventurero de un hombre; la sociedad no le pone obstáculos, ni siquiera escribir es una audacia: sus confesores se lo ordenan”.1 Y sí, todo eso fue posible gracias a la siguiente línea: al llevar al punto más elevado las virtudes que convienen a su estado, lo enfatizo porque de eso se trata convertirse en la resistencia que le sirve al poder, diría Michel Foucault, en no ser como todas, en salirse del promedio para que el lado más oscuro de la individualidad siga triunfando. Semejante emancipación no puede ser obtenida por cada mujer harta de su cautiverio, lleve el nombre que sea. El goce integral de los derechos no es para las colectivas quienes deben estar permanentemente en guardia, pues también Simone advirtió que basta una crisis económica, política, social (agrego sanitaria) para que los derechos de las mujeres sean los primeros en mermar.


Con la pandemia ocurrió: el gap salarial en México pasó del 13 por ciento al 17. Ellas fueron las primeras en ser despedidas de sus empleos y se pensó que, por ser mujeres, tenían la obligación número uno de cuidar de la familia, de negarse el estudio, la sala, el comedor, la ventana, los lugares donde hubiera un poco de soledad, de aire, de espacio para trabajar o crear lo que fuera: platos de cocina, bordados de un mantel, esculturas, bufandas, rompecabezas. No contaron con que nuestro entrenamiento (¿o debería decir opresión?) implica poder escribir hasta sentadas en las escaleras del edificio de una empresa donde ya no saben cómo echarte, tal y como lo hizo Herta Müller; cuidando a una familia numerosa, cocinando, limpiando, haciendo malabares, además, con el negocio de una librería como Alice Munro; o criando sola a dos hijos luego de una vida de activismo peligroso con las panteras negras como Toni Morrison; aguantado la vergüenza de tener que esconder un embarazo, de tener que callar toda la vida el abuso de Juan José Arreola porque el #MeToo no existía ni de chiste como le pasó a Elena Poniatowska. Ahí tienen: tres premios Nobel y un Cervantes, ¿anomalías? No tanto, tal vez solo mujeres de mundos primeros, segundos y terceros con privilegios no tan brillantes. Herta fue perseguida por el régimen de Ceaucescu, Alice fue una ama de casa cautiva, Toni a veces no llegaba a fin de mes, Elena tuvo que trabajar reporteando desde muy joven. No nos extrañe que sus obras describan la explotación de la que las mujeres son objeto en los planos políticos, económicos, artísticos y/o sexoafectivos. A estas autoras la escritura les permitió liberarse como el escriba genovés de una novela tejida a cuatro manos en un ejercicio de cocreación sorora que años más tarde imitarían tres guionistas para ganar el premio Planeta guarecidos bajo el nombre de Carmen Mola que si se mira bien, es una burla a las pocas fragmentaciones que hemos logrado hacerle al editopatriarcado. Dirán que no porque el boom de libros que escriben mujeres es imparable, porque ya es más fácil que te editen bajo un pseudónimo femenino cuando otra verdad se impone: mientras garantices ventas, te subas al carro de la novedad “marketinera” (en eso convirtieron al feminismo más rosa, más bobalición), escandalices, escribas azuzando el morbo y transando con la rabia, todo está bien, te llaman para ofrecerte un contrato de tres años con tres libros, con adelantos. Claro, si hablamos de novelas proclives de transformarse en series o de la llamada literatura de no ficción donde una pornografía del alma sesuda y entretenida se recomiende de boca en boca. Por lo regular tildan de ensayos a esas obras que se saltan la circunscripción de los géneros, incluida, debe decirse, la del ensayo mismo no por su falta de rigor, más bien por la ausencia de tesis (conclusión, proposición que se mantiene con razonamientos) y no por ello quiero decir doxa (opinión o a un punto de vista).

Los escritores románticos más rebeldes, más bohemios, más conectados con el sueño de las noches estrelladas como otra vida posible a la que fugarse porque el monstruo capitalista comenzaba a pisar los talones de una época para devorarla como Saturno a sus hijos, sostuvieron tesis probadas con el razonamiento pascaliano de sus corazones en las nubes. Ese desplazamiento de la emoción crítica cuyo origen solía ser la lectura muy consciente del malestar de su tiempo, de los riesgos futuros, devino en la construcción de una estética sin porosidades hasta el día de hoy.

¿En qué radica esa materialidad que no se desvanece en el aire ni se derrama hoy en plena liquidez de la sociedad del cansancio? Sospecho que Cristina Rivera Garza nos proporciona claves para una posible respuesta: “Cuando todo parece normal o inexorable, cuando todo indica que así iba a suceder, la escritura salta y mira alrededor y regresa a la pluma y dice, no. Esa salvaje indomable palabra: NO. Aquí hay una grieta, esto es difícil de explicar, esto apunta a otra cosa y ésa a otra más. Las posibilidades son inmensas, inauditas acaso, pero no inimaginables. Esa terquedad de la escritura es la que he querido para mí”.2


La terquedad de una protesta que es sueño porque, al fin y al cabo, el ensayo también poetiza.

1 De Beauvoir, Simone. (2022). El segundo sexo. Ciudad de México: Lumen, p. 92.

2 Rivera Garza, Cristina. (2013). Los muertos indóciles, necroescritura y desapropiación. Ciudad de México: Penguin Random House, p. 269.

Equipo de Redacción

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