El poeta se alimenta de carroña y defeca flores. Por Víctor Ramírez

0

Hermosa falsía, poesía, y te respeto por eso, por tu veraz falacia, ¡tan limpia, caray!

Ese afán conscientemente subconsciente – las más veces –de delimitarnos, de estancar esa indómita energía que, lo admitamos o no, nos rezuma y desborda, llega a encontrar un algo sucedáneo en la palabra encarcelada, engrillada y amordazada, es decir: en la poesía.

Ahora se rasca la coronilla, levanta una caspa grasienta que se adhiere a las uñas.

El colombiano Camilo Torres decía que la agresividad social se encuentra en aquellos países donde hay frustración de aspiraciones.

Se mira las uñas con caspa; con la uña del índice de la otra mano las limpia: Tengo que lavarme la cabeza. ¿Dónde no hay frustraciones? Nada, que esa comezón que nos invade consigue frecuentemente en los cobardes, en los poetas, una ensoñada escaramuza erótica – propia de los débiles, claro – y, con melindres barnizados de hambre justiciera, surge el balbuceo de la impotencia, del medio decir, del vacuo y gangrenado hilvane al ropaje de cuanto llamamos sentimiento, ideas, ¡pobres vivencias metafisicadas!

¡Qué razón tiene Virgilio Mendoza cuando canta aquello de dime lo que comes y te diré lo que…! ¡carajo, cómo me pica la dichosa cabeza!

Vuelve a rascarse, cada vez más sañudo. Cree que se acabó el caspiselenio, malhaya sea.

En fin, que queda la vanidad, el afán de escucharnos en los otros, de que, como creo que escribió Jung, los de nuestra tipología se retraten unidimensionalmente en ese – diabólico por lindo – juego de las palabras tan bonitamente agresivas, guauguau, y nada, que esto no sale y esa jaira siempre olvidándose de comprar el bendito jarabe de manzana, que la frase nebulosamente esclarecedora saldrá, saldrá, pero esto no, por lo visto. ¿Y por qué ha de salir? Porque si no uno revienta.

Tanto llanto es una transacción, algo se espera a cambio, y a todo, pobre lombriz que te arrastra sobre porqués, hay que buscar motivos, o etiquetas, que no es, pero resulta lo mismo.

En esto ve un agujero en un rincón: ya sé de dónde son los cantantes.

Por eso el poeta se queja incomprendido. Pero, ande, dele lo mejor que imaginarse pueda, el más perfecto de los mundos, y seguirá quejica, judío errante.

Resulta como aquella canción de Escalona que dice «¿por dónde está la Volona? no sé ni quiero saberlo (pues si no quieres saberlo, no preguntes), maldita sea su persona, ingrata a más no poderlo».

¿Es de Escalona o de Virgilio Mendoza? Maestro Escalona canto mucho a Escalona, y uno se confunde – debí traerme un libro, o un tebeo, el Mortadelo –, judío errante que espera, ¿espera?, el eterno retorno.

Por cierto, ¿para qué pedir tan hermosamente auxilio, grito mendicante lucrativo del siglo veinte, si todo se hace paraíso?

Ahora hace restallar las articulaciones de los dedos, se remueve inquieto: no hay jarabe de manzana, ya no como más tunos.

Hermosa falsía, poesía, y te respeto por eso, por tu veraz falacia, ¡tan limpia, caray!, embuste suave o áspero, según el caso, mampara de terciopelo traslúcido.

Vuelve a hacer fuerzas, cuidado, ¡y cualquiera se levanta! Por eso chilla con tanta rabia a los gritos apremiantes de su esposa más allá de la puerta -«mira a ver que llevas más de media hora -: ¿¡que quieres si estoy estreñido!?

1972

Equipo de Redacción

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *