«El incandescente fuego de la coronela» de Carlos Rengifo; por Angélica Guzmán Reque

0

Angélica Guzmán Reque analiza la obra ‘El incandescente fuego de la coronela’, de Carlos Rengifo (Colección Digital de Novela Iberoamericana, Editora BGR, 2022)

Carlos Rengifo

La Libertad es siempre libertad para quien piensa diferente”, Rosa Luxemburgo.

La novela histórica El incandescente fuego de la coronela, o simplemente Manuela de Carlos Rengifo, escritor peruano, revive los acontecimientos históricos de la época de la Independencia de América o la llamada Guerra de los 15 años que tuvo lugar entre los años de 1809 y 1825, donde intervino Simón Bolívar el Gran Libertador, junto a José Antonio Sucre y José de San Martín. Durante estas luchas, Bolívar, conocerá a Manuela Sáenz.

Carlos Rengifo desde la narrativa inversa nos propone la histórica vida de una gran mujer, olvidada por la historia. La obra empieza y termina con el inicio de la obra. La intención del autor es loable por la importancia que reviste su personaje central, Manuela Sáenz, una líder y valiente mujer de la época de la independencia. Una mujer, como ninguna que luchó, desde su más tierna edad por su ideal de libertad y, no solo por el ideal de la liberación de su tierra, sino también por esa fuerza de ideal del amor, que desde el manejo prejuicial de la sociedad de su época, ella no podía, no debía amar al Libertador porque ella era una mujer casada y solo era presentada como la amante del Libertador.

El autor, retrotrae pasajes de la historia real, no como un panegirista de la mujer, sino, ante todo del derecho que le fuera negado por la historia y el machismo militar que no quería reconocer el título que le diera Simón Bolívar, como “coronela”, honor que se merecía por los enfrentamientos y triunfos en los que participó. “Uno de ellos fue el vicepresidente de Colombia, el general Francisco de Paula Santander, que, indignado, escribió una carta furibunda al Jefe Supremo del Perú, donde dejaba en claro su protesta por tal ascenso y exigía, en cambio, que Manuela fuera degradada, pues considero denigrante para nosotros los militares que se le conceda este tipo de reconocimiento a una mujer, decía.

Bolívar respondió con otra misiva igual de exaltada: ¿Que la degrade? ¿Me cree usted tonto? Un ejército se hace con héroes, y estos son el símbolo del ímpetu con que los guerreros arrasan a su paso en las contiendas, llevando el estandarte de su valor. No hizo caso, desoyó las protestas, y ascendió a Manuela con el grado requerido.”

La obra es una novela dividida en nueve partes, que el autor señala con letras mayúsculas. Como dije antes, se inicia cuando la casa donde vivía la protagonista Manuela, en su destierro en una isla, prácticamente abandonada, Paita, un puerto en las orillas del Pacífico, en territorio peruano. Una región que antaño había sido un puerto de gran comercio marítimo nacional e internacional, donde confluían inversores ingleses, holandeses, pero también temibles corsarios, que fue el hospedaje de virreyes, funcionarios y altos mandos militares. El autor señala, junto a la historia de famosos corsarios como Thomas Cavendish, Francis Drake, que provocaron incendios y saqueos en una época turbulentas de ataques marítimos. Debido a estos desmanes, nos dice el autor: “Saqueos e incendios habían asolado a Paita desde que los más antiguos paiteños tenían memoria, por lo que, con los años, esta villa pesquera se fue despoblando, las familias abandonaban sus casas para irse a sitios vecinos como San Miguel del Villar o migraban a la capital, temerosos de los ataques piratas.” Esta era la isla donde fue enviada Manuela, como castigo a sus intervenciones militares, por haber seguido a Bolívar, por haber ansiado la libertad de sus depredadores y, sobre todo por haber amado con pasión y amor desinteresado. Nos dice Virginia Satir, notable autora, trabajadora social estadounidense “No podemos dejar que las percepciones limitadas de los demás terminen definiéndonos”

Esa isla siguió siendo el lugar de refugio de los desterrados, de pobres sin recursos, hasta ser declarada como una “caleta de poca monta”. Sin embargo, siguieron llegando barcos de cazadores de ballenas y, fue precisamente uno de estos que llevó consigo la epidemia de la difteria que empezó a manifestarse entre los pobladores que vivían faltos de toda higiene y salubridad. En la obra se lee. “Para prevenir su expansión y purificar el ambiente, las autoridades sanitarias decretaron incinerar a todo contagiado y, con él, sus pertenencias, incluyendo la morada donde residiera, (…) y así ardía la casa cuya dueña era igualmente cremada, abrasada por las llamas que prendían los cobertores de su lecho, el orinal y las repisas. Lo poco de valor que esta dama poseía se reducía a efigies religiosas, algunos libros, un cofre de documentos y cartas, su diario íntimo y un retrato de Simón Bolívar. El general Antonio de la Guerra, viejo amigo de la difunta, presenciaba la quema con estupor. No podía creer que las autoridades hubieran permitido que se quemara la casa con la propietaria adentro, si bien esta ya estaba muerta. Con todo, resultaba un tanto macabro aquel proceder, como si se tratara de una bruja del medioevo.”

Lo que se recuperó del macabro espectáculo fueron las cartas de Manuela y Bolívar, las mismas que han tenido muchas interpretaciones, pero todas, igualmente amorosas y de tinte muy humanas y amables de un amor correspondido, aunque vituperado en su momento. Por eso el amigo fiel Antonio de la Guerra, exclama con convicción: “Aquí vivió una mujer como las hubo pocas, aguerrida, apasionada, corajuda, y si bien los jóvenes no han oído hablar mucho de ella, su rostro y figura debería estar en los daguerrotipos de los grandes hombres. Luego de esta chamusquina, es probable que sus cenizas sean llevadas a una fosa común, como para que nadie la recuerde ni sepa quién fue, más tengo la esperanza de que en el futuro, en un lejano porvenir, alguien la rescate del olvido, como yo ahora estoy rescatando algunos de sus bienes. — Pero ¿quién fue? —inquirió el otro sirviente —La señora doña Manuela Sáenz.”

Ojalá, como dice el autor, la historia pueda rescatar el valor de esta mujer, única en su devenir, tenaz y luchadora como ninguna, amante de su ideal de amor y libertad.

Creo que, como bien dijera Teresa de Calcuta, “Para hacer que una lámpara esté siempre encendida, no podemos dejar de poner aceite” y, es lo que hace Carlos Rengifo, valioso escritor que rescata el valor de esta heroína que debe ser un símbolo del valor que lleva toda mujer en su ser. Pablo Neruda, Nobel de literatura, la llamó “La insepulta de Paita”, nada más cierto porque la convirtieron en cenizas, creyendo que al no tener un sepulcro donde depositar flores u oraciones, se perdería en el éter, nadie la recordaría, pero sus detractores olvidaron que, aquella ceniza, quedó junto al mar y se entremezcló con las aguas del mar y, las olas no se detienen, bañan las playas del mundo y con ellas se van depositando semillas humedecidas, frescas, y que pueden germinar en cualquier rincón del mundo para penetrar en las entrañas mismas del corazón y la mente y desparramar esa sabiduría de amor y libertad que, la mujer, lo tiene acendrado y lo demuestra en cualquier circunstancia de vida. Nos dice Margaret Tatcher, que fuera Primer Ministro del Reino, “Todo ser humano tiene el derecho de ser desigual, pero igualmente digno e importante”

El autor empieza a referirnos la vida de Manuela, desde su arribo a la isla, en su destierro, donde tuvo la oportunidad de recibir a numerosas personas que iban a visitarla o, también a buscar información de su vida y los pormenores de su intervención de las luchas independentistas, junto a Simón Bolívar. Ella estaba en una silla de ruedas, debido a un accidente, al caer de una escalera en su afán de arreglar su jardín. Habían transcurrido veintidós años, en ese lugar inhóspito se había dispuesto a ser otra persona, vivir en soledad y el anonimato. No quería que nadie le recordara su infausta historia, si bien, en América se la recordaba, no como hubiese querido, “sino como apéndice de uno de los hombres que libertaron estas sufridas tierras”. Vivía, no en una casa, sino en una choza, acompañada por su fiel servidora Jonatás, una esclava liberta y sus dos perros, a los que se le ocurrió llamar: Córdova y Páez, sus dos enemigos, a los que no quería olvidar. “Entre dormida y despierta, pensaba la doña en el lejano esplendor de su pasado, aquel en el que era vista con ojos temibles y respetuosos, pero asimismo con sorna, recelo y desaprobación. (…) ahora era una anciana inválida que, para subsistir, vendía dulces y tabaco (…) servía de intérprete a los viajeros ingleses o franceses que llegaban al puerto. Hasta el diario que solía escribir lo había abandonado, (…) tampoco redactar cartas, amargada por los años y la miseria de su entorno.”

Manuela recibió visitas inesperadas, como la de Don Simón Rodríguez, el que fuera maestro de Bolívar. No fue del agrado de ella porque, decía que no guardaba buenos recuerdos. Simón Rodríguez le recordó que habían sido fieles servidores del mismo hombre: “—Ay, Manuela, Manuela, sé que nunca fui de tu completo agrado, pero ha pasado tanto tiempo que resulta ocioso seguir guardando rencores. Yo conservo hermosos recuerdos tuyos, (…) Un gran hombre nos unió, hizo que convergiéramos en un solo punto, un mismo fin, por el bien común de nuestros pueblos sojuzgados para alcanzar el sueño libertario que al final logró concretarse.” Manuela una mujer difícil de convencer de sus ideas, le reprochó su influencia, según ella, perniciosa, sin embargo, Rodríguez le recordó que Bolívar no fue hombre de otros convencimientos, pronunció la frase que en las escuelas nos enseñaron, cuando: “Seguro él mismo te contó, esa tarde de agosto en que subimos al Monte Sacro y juró, ante los vestigios del imperio romano, que liberaría a nuestro continente de la Corona española.” El profesor, también ya cansado contemplaba a esa mujer que, cuando joven había sido gallarda y voluntariosa, aguerrida, montaba a caballo como una real Amazonas y nada la detenía, solo se limitó a pensar: “El tiempo era cruel pero tampoco borraba todo, de lo contrario acaso no hubiera podido reconocerla. (…) Don Simón Rodríguez la había conocido en la cúspide de su arrebato e irreverencia, amén del furor por participar en la gesta independentista, y eso fue lo que le simpatizó de ella, algo que no veía en esta parte del continente con frecuencia.” Para Simón Rodríguez era un vínculo valioso que unía a las tierras con el recuerdo de las batallas que dieron fin a la esclavitud y a la libertad de las naciones. Manuela lo despidió sin ninguna muestra de simpatía, para ella, parecía que no podía haber vínculo de amistad con nadie porque todos la abandonaron en el destierro. En una de sus cartas escribía: “Este es un puerto que da lástima, donde el entorpecimiento es la orden del día. ¿Cómo puede una mujer estar al día en cosas de la cultura? El mundo no se percata dónde queda Paita. No tengo a nadie. Estoy sola en el olvido. Desterrada en cuerpo y alma, envilecida por la desgracia de tener que depender de mis deudores que no pagan nunca».”

Otro de los visitantes de renombre fue Herman Melville, escritor norteamericano, autor de la famosa novela Moby Dick, quien escuchó hablar de esta insigne mujer y, sabedor que en aquella isla se encontraba recluida, la visitó y sostuvo una larga conversación donde le refirió, como a ninguno, las batallas donde participó, las contiendas que había vencido y el ardor con las que enfrentaba esas luchas emancipatorias. Cuando Melville preguntó si era ella la persona a la que buscaba, ella simplemente le respondió: “—Era —objetó doña Manuela—, ahora soy su sombra.”, Melville solo pudo decirle “Es usted una leyenda”. Le refirió las escaramuzas en las que había participado su abuelo, despertando el interés de Manuela, que, al darle la confianza sincera, ella, le refirió su intenso periplo en los que participó: “Evocó sus momentos gloriosos en Pichincha, Junín y Ayacucho, lo bien que era estar montada en un corcel, cabalgando decidida hacia las bayonetas enemigas y dejar el sudor, el aliento, la rabia contenida, en el campo de batalla. (…) Yo, en verdad, era un vendaval, a mí nadie me detenía, no me importaba el peligro, la sangre, convencida de que era inmune a la artillería y los fusilazos, a las dagas y los sables, segura de que nada me iba a pasar.” Y, cuando Melville preguntó si alguna vez la hirieron, ella respondió: “Solo rasguños y contusiones, golpes, leves torceduras, nada de gravedad.” El escritor quiso ir más allá y saber quiénes habían sido los verdaderos combatientes, los que habían dejado su sangre en los campos de batalla y quiénes fueron los verdaderos héroes, Manuela acicateada por la pregunta, respondió: “los verdaderos protagonistas de las guerras independentistas, los miles de anónimos, hombres y mujeres, que derramaron su sangre en pos de una libertad que no llegaron a ver. Porque, fuera del territorio bélico, en los salones y cafés, lejos del olor de la pólvora, el grito de combate, la esgrima de los sables, los ayes de agonía, otro era el cantar. Sin ensuciarse las botas, militares de pulidos galones en la solapa, hombres de levita y corbata, decidían el destino de los sacrificados. La carne de cañón estaba entre los más nobles combatientes que anhelaban un futuro mejor, no solo para ellos y su familia, sino para toda América del sur.”

Manuela dio rienda suelta a su destino aciago que vivía, dijo: “No se imagina —afirmó ella—. Echada como una delincuente, vituperada, y luego tener que adaptarme a este puerto miserable, a esta pobreza, a estos calores infernales. Un cambio radical, le aseguro. De haber vivido como una reina en Lima, en el Pueblo de la Magdalena, a pasar una vida de privaciones.” Y, cuando Melville preguntó por Bolívar, ella mirándolo con mucha nostalgia, solo respondió: “No tengo palabras para describirlo —dijo, al fin—Lo amé, no solo por sus campañas victoriosas y sus ideales emancipadores, sino porque era el hombre que verdaderamente valía la pena amar.” Al notar el cansancio en el rostro de Manuela, Melville se despidió:

“—Momento de irse Le agradezco su tiempo. No sabe el inmenso placer que ha sido para mí tener esta plática con usted.”

Pero ¿quién había sido Manuela Sáenz, ¿cuál era su familia y quiénes eran sus padres? El autor empieza a referir estos pormenores a partir de la parte CUATRO, Manuela era hija de una familia ecuatoriana, de estipe criolla de a aristocracia ecuatoriana. Su madre María Joaquina de Aizpuru, una jovencita que había sido engañada por un militar español, la cogió su familia y la niña nació en el seno familiar de la madre. Alos pocos días fallece la madre y los abuelos, para evitar la vergüenza de la sociedad, decidió llevarla a un convento de monjas, Simón Sáenz, el padre de la niña estaba de acuerdo; hizo todos los trámites, dio el diezmo correspondiente a la iglesia, le inscribió con su nombre y creyó que sería mejor en la formación y educación de su hija. De esta manera, Manuela se cría en el convento de monjas, del Monasterio de la Limpia e Inmaculada Concepción, en la esquina de la Plaza Grande de Quito. El portal de la entrada, tallado en piedra arenisca, tenía una inscripción: Alabado sea el Santísimo Sacramento María concebida sin pecado original, ante la cual se santiguó la criada encargada del traslado.

Manuela estuvo recluida en ese Monasterio durante siete años, al cabo de los cuales, su padre la recogió y la llevó con su familia, hermanos y madrastra. Allí conoce la crueldad con que se trataba a la gente negra. A ella le asignó dos esclavas: Jonatás y Natán, de las que no se separó hasta su muerte. Allí presencio la injusticia de la esclavitud y empezó a sentir la rabia y la falta de compasión de su padre y familia. “Manuela, por su parte, no les gritaba ni las jaloneaba, menos las golpeaba, como veía que hacían los adultos con algunos negros, porque tampoco encontraba mayor diferencia entre ellas, salvo el color de la piel.” Conversando con sus criadas, se dio cuenta de la situación inhumana con la que eran tratados los esclavos, por lo que no quería vivir más entre esa familia. A diario visitaba a los caballos con los que le gustaba familiarizar. Ella así mismo pensaba y admiraba a ellos: “le atraían, no dejaba de mirarlos, contemplando sus músculos, su cabeza larga, la elegancia de su trote. Comparándolo con los otros, era un animal altivo, majestuoso, menos lerdo que los asnos y más hábil que las gallinas. Cuando veía a su padre cabalgando en uno de estos corceles, se quedaba arrobada, era una imagen espléndida que no tenía parangón, y si los veía en par, jalando una carroza, igual se entusiasmaba.” Era un momento en que quizá no imaginaba que, muy pronto serían su compañía inseparable, sus amigos en sus luchas y en los gloriosos campos de batalla. Don Jeremías, su abuelo materno será quién le enseñe a montar y ser una Amazonas, como le decía el abuelo. Es también la época en que empezaron las revueltas en contra del régimen español. Manuela será testigo ocular de esas revueltas y apresamientos, donde su mismo padre cayó prisionero, no sabía cómo reaccionar, aunque se dice que un dejo de sonrisa esbozó entre sus labios. “Sin derramar una sola gota de sangre, gracias a la colusión con los soldados de la guarnición que se plegaron al motín, lo obligaron a abandonar el recinto palaciego y los funcionarios que trabajaban para la Real Audiencia, entre ellos Simón Sáenz, el padre de Manuela, fueron apresados.” El alborozo y la algarabía era general, el repique de campañas llamó a toda la gente para que se unieran al festejo del inicio de una independencia y libertad, por entonces Manuela aún no entendía la real dimensión de esos combates, no entendía por qué desfilaban ante su ventana soldados caídos, heridos, nadie le explicaba el porqué. Cierta vez no solo los miró, sino que se atrevió a seguirlos: “acompañada de Jonatás y Natán. Siguió el polvo que levantaban las botas militares y los fusiles que los obligaban a avanzar, algunos descalzos, en harapos, y notó la reciedumbre con que eran trasladados, como un ganado descarriado que merece el castigo de sus dueños.” No lo entendía, hasta que vio a un joven herido y quiso indagar por su situación, pero inmediatamente un soldado le hirió en la cabeza y, ella, salió huyendo: “Manuela ahogó un grito mientras lo veía caer de rodillas al suelo y le brotaron lágrimas cuando era rematado a puntapiés por el infante que lo había golpeado. Espantada, regresó corriendo a casa y se metió en su cuarto, tiritando, muerta de miedo, con el corazón aún palpitante en el pecho.”

Ante estas evidencias la familia del padre de Manuela decidió irse a un lugar seguro por lo que, la señora del Campo dispuso que Manuela se fuera con el abuelo materno, que tanto deseaba tenerla. Allí aprendió el arte de la equitación: montada sobre el lomo de Ángelus, que así se llamaba su rocín, aprendió a cabalgar como una real Amazonas: “Pronto, animal y jinete se hicieron uno solo, lograron comunicarse, entablar un diálogo, una amistad y entendimiento a través del galope, y ella estaba feliz porque ya sentía haberse vuelto una amazona. Aprendió a montar a horcajadas y también «a la manera de las damas», para que no hubiera suspicacias, según el abuelo. —Así no tendrás problemas ni fomentarás habladurías —le advirtió.”

Mas tarde ante la admiración y reproche de la familia, también aprendió a manejar las armas, lo que despertaba suspicacia e interpretaciones adversas a su espíritu libre de mujer, nada aceptable en la época que le tocó vivir: «Esta chiquilla debe tener el diablo en el cuerpo», decían.

Los acontecimientos independentistas continuaron acechando, si bien el primer intento había sido aplacado, sin embargo, se podía respirar ese afán que no cejaría hasta culminar con todos los pormenores de que cuenta la historia. Un proceso largo y sangriento.

Entretanto, la familia de Manuela no permitiría que se quedara sin la educación que toda dama debía aprender. De esta manera hicieron todos los trámites para volverla a internar en la orden dominica, donde estudiaba la aristocracia quiteña. Los acontecimientos políticos se aceleraron y Manuela sería testigo de la persecución de que eran objeto los insurrectos, “del principio de esa carnicería, cuando vio que abatían a dos civiles en la Plaza Grande y luego eran pasados por los sables, como para asegurarse de que estuvieran bien muertos.” Su padre también fue liberado y estuvo de acuerdo para que Manuela ingresara en el convento y proseguir sus estudios. Este convento estaba destinado a prestar servicios de formación a familias adineras de Ecuador. Allí aprendían: “la escritura, lectura, bordado, repostería, cuidado del hogar, amén de las lecciones de finura y buenos modales que debía tener una dama en la sociedad. Para ingresar, los padres de estas doncellas (que al principio solo eran españolas, no aceptaban a criollas, menos a mestizas, aunque luego concedieron admitir a las segundas) tenían que dar una dote en plata y pesos para su manutención y alimento.” Este internado era estricto, desde que supo que sería nuevamente enclaustrada, a manuela, no le gustó, pero debía acatar la disciplina que le imponía su padre y su familia materna, jamás se sentía a gusto con el encierro porque ella era un ave libre y le gustaba el aire libre: “Estaba molesta, rencorosa con su abuelo Jeremías, de quien pensaba le había asestado un puñal por la espalda, luego de haberse entablado entre ambos una agradable comunión ante los caballos. Se figuró que no entraba a un convento, donde debían sentirse privilegiadas las que ingresaban a educarse, sino a una cárcel, dentro de la cual no podría cabalgar ni respirar el aire libre del campo ni reír con sus esclavas Jonatás y Natán.” Nos dice Elizabeth Cady Stanton, una de las luchadoras por los derechos de las mujeres, de origen estadounidense: “ la prolongada esclavitud de las mujeres es la página más negra de la historia de la humanidad”

Manuela aceptó resignada esta esclavitud que sostuvo porque iba aprendiendo y desarrollando su mente. Se dedicaba sobre todo a la lectura, donde encontraba la paz anhelada y su espíritu revolucionario no descansaba.

Allí conoció a José Ascázubi, un prófugo de las persecuciones de los insurrectos. Fue una amistad de las que ansiaba manuela porque, a través de él, supo lo que sucedía en el exterior, aunque cuando le dijo su apellido, el joven dudo y sintió cierta desconfianza que muy pronto se la desmintió Manuela: “Nadie escoge dónde y de quién nacer —replicó ella—. Se hereda la sangre, pero cada uno decide qué camino tomar, a quién seguir, lo que ha de hacer con su vida.” Palabras que las entendió Ascázubi y volvió a entablarse una amistad entre ellos. Cierto día, entre las cartas que recibía de su familia llegó una carta desconocida para ella, la leyó y se dio cuenta que era una carta de alguien que deseaba conocerla. Inmediatamente respondió y la correspondencia siguió hasta entablarse una gran amistad que, Manuela intuyó que podía manejar a su favor. Pensó en huir del convento, porque no se sentía a gusto, sobre todo por algunas de las internas que la trataban de bastarda, si bien se enfrentó a estos sinsabores, sobre todo con la compañera Campoverde, de alcurnia, a quien la calló con una expresión firme: “me parece tonto rebajarme a tu nivel. Sin embargo, una mañana podría levantarme con el pie izquierdo y a lo mejor te lleno la cama de ratas, te incendio el colchón o te hago tragar de un solo bocado todas las hostias del tabernáculo.”, sin embargo, ella quería salir de aquel ambiente que la asfixiaba. Cuando se lo hizo saber al capitán Fausto D’Elhúyar lo aceptó con mucho agrado. De esta manera huye con el amigo y se siente renacer: “Con el viento soplando contra su rostro, Manuela se sentía libre y extasiada, feliz de avanzar a través de los sembradíos y la polvareda que dejaba el trote acelerado. Miraba de soslayo al jinete que cabalgaba junto a ella, al hombre que la sedujo mediante sus epístolas, y no podía estar más contenta por tenerlo a su lado, (…) Ciega en sus impulsos y arrebatos, solo pensaba dejarse llevar, abrir sus brazos al porvenir que se le figuraba lleno de dicha, gratas experiencias y nuevas emociones.”

Este romance duró muy poco porque como expresara Fausto D’Elhúyar, no podía ser una relación duradera porque no tenían los mismos ideales, él pertenecía a las filas de la oposición, no comulgaba con sus principios, si bien los aceptaba: “Fuimos cómplices, protagonistas de un rito aventurero, y luego nuestros sueños lograron fusionarse en un nido de amor que nos trajo la felicidad, hasta que la realidad nos devolvió a la tierra, donde los anhelos terminan por hacerse trizas. Estás llena de vida, no lo niego, posees una energía inusual, una actitud poco común en las damas, pero, aun con todo tu ardor, eres una mujer seca.” Suficiente para Manuela que le propinó un tremendo puñetazo y lo abandonó. Volvió al seno de su hogar. El padre que la andaba buscando la abrazó, pero urdió para ella un matrimonio, sin consultarlo, con un rico comerciante, el inglés James Thorne. Arreglado el casorio, sin que ella tuviera voz ni voto, se instaló en el Pueblo de la Magdalena, junto a sus inseparables Natán y Jonatás. Allí, en la Ciudad de los Reyes, hizo amistad con una paisana suya, Rosa Campusano, hija de un rico productor de cacao, natural de Guayaquil y amiga de las tertulias. Con ella prepararon todos los posibles aprestos en favor de la independencia. Tuvieron una activa participación con la llegada de San Martín, en quien tenía interés Rosa Campusano. Manuela logró entrevistarlo al general Antonio José de Sucre, convenciéndolo de su participación en la lucha armada. Ella realizaba tertulias y preparaba los ánimos en favor de la emancipación, como la de convencer a los infantes del batallón Numancia, defensores del virreinato, a sumarse a las filas libertadoras. Escribió a su hermano. Tú y los demás soldados no tienen otra opción, le escribió, en una carta que le fue entregada en el campamento, las tropas del general San Martín son numerosas e incontenibles. La independencia de los pueblos sojuzgados es un hecho, tu causa realista está perdida.” Ella unida a las filas de San Martín, junto a su amiga comandaron el triunfo, tal que, unos días después fueron condecoradas con la Orden del Sol y en una ceremonia especial se invistió a mujeres destacadas, entre ellas Manuela y Rosa, con el título de Caballeresas, en la misma que se leía con letras bordadas con oro: “Al patriotismo de las más sensibles”, pese a la oposición de algunos.

Pidió al general José Antonio de Sucre pertenecer a sus filas de lucha, Sucre le respondió: “—El campo de batalla es a la vez el infierno y el cielo de los hombres —dijo—. Allí se congregan los valores exaltados del honor, la bravura y el sacrificio de quienes juran luchar sin desmayo y morir con la frente en alto, y es el único lugar en la tierra donde la sangre derramada es el vino de los triunfadores. El honor de las mujeres se halla en otra parte, al interior de sus corazones, en la miel de sus encantos. Son las detentoras de lo sublime, las dueñas de la mesura, y tienen ganada con creces la territorialidad de puertas adentro.”, respuesta que no convenció a Manuela, quien le respondió: “No nos corte las alas, general —replicó Manuela—. El ejército patriota debería permitir la incorporación de todos los que quieran defender a su pueblo.” Se dice que en la medida en que hablaba su gesto adusto fue desapareciendo y dudaba de esta afirmación. Poco después, en las faldas del volcán de Pichincha se desató una contienda. Manuela solo pudo atestiguar y ponerse al servicio de los demás, no le permitían intervenir de manera directa. Ayudó con los heridos y enfermos. Esta fue el triunfo y la independencia de Quito.

Días después se anunció la llegada de Bolívar. Todo el pueblo salió a recibirlo con vítores y algarabía. Manuela estaba en un balcón de la esquina de la plaza. Desde allí tiró una corona de flores que había hecho para la ocasión, la corona cayó en medio del pecho del Libertador. Las miradas se unieron y fue el principio de una unión que no se separaría ya más. Aun con la indisposición de propios y extraños, Manuela lo siguió decidida en todas sus contiendas. Bolívar la nombró miembro de confianza del Estado y guardia de sus archivos personales. De esta manera empezó a vestir uniforme militar: chaqueta de paño azul y cuello rojo, adornada con alamares y cordones de oro, sobre un pantalón bombacho blanco y botas negras. Era un soldado especial porque cabalgaba siempre con dos o tres lanceros: “No deseaba verse solo vestida con el atuendo de combatiente sino en verdad serlo, y la oportunidad de mostrar sus habilidades, esta vez sí, en el campo de batalla, se presentó cuando Bolívar anunció su incursión en la sierra central y el Alto Perú.” Manuela pidió a Bolívar la llevara con él porque quería demostrar toda su proeza, no solo como soldado, sino como combatiente. Pese a la negativa de Bolívar: “Eres una rosa erizada de espinas —dijo Bolívar—. Trato de cuidar tus pétalos, más tú enhiestas las púas para demostrar que no eres solo una flor. La intención mía, querida, es protegerte, alejarte del peligro, evitar que seas golpeada, herida.”, sin embargo, no hubo súplicas ni razones que la hicieran desistir, por lo que siguió al batallón al Valle del Mantaro, en la pampa de Junín, donde los esperaba el general Canterac, listo para entrar en la contienda. La lucha fue sangrienta, manuela contemplaba esa contienda, mientras que: “Ella temblaba, no sabía si de impaciencia o de miedo, observando la lucha cruenta y desenfrenada que acontecía sobre la pampa” al ver que los soldados caían, se dice que Manuela desenvainó su espada y se lanzó a la lucha. Ella se enfrentaba con valor y, cuando la hicieron caer del caballo, se puso en pie y “El tiempo se detuvo mientras embestía, esquivaba, esgrimía la refulgente arma metálica, y cuando sintió que su energía empezaba a flaquear, que todo lo que venía haciendo era inútil, (…) de pronto dejaron de pelear y emprendieron la retirada, y enseguida oyó la voz del coronel Isidoro Suárez, que dirigía a los Húsares del Perú, anunciando la victoria.” Bolívar que había presenciado la feroz lucha, felicitó a sus soldados, estrechando las manos de unos y de otros porque habían vencido una de las batallas importantes para desmantelar al enemigo. “Más tarde, nombró a Manuela capitana de las tropas unidas libertadoras, capitanía que ella aceptó emocionada, y le permitió estar presente en los conciliábulos que tenía con los jefes militares.” Desde entonces las consideraciones y el respeto de los militares creció en favor de Manuela, quien, sin embargo, no se sentía segura, decía de su relación con Bolívar: “«Yo le doy ideas, le sugiero planes, pero él solo se deja arrebatar por mi locura de amante», pensaba. «Mis consejos y advertencias no los toma tan en serio como mis besos».” Pienso que no se equivocaba porque fue abandonada, vivió con su soledad, despreciada, vituperada, hasta el extremo de desterrarla a un paraje de criminosos y crueles corsarios. Nadie se apiadó de ella, solo su amable y leal compañera, como lo fue la negra que la acompañó hasta el final de sus días, aunque su fidelidad y amor empedernido le hiciera expresar: “Tengo un destino trazado, y no es solo el de ser su secretaria y escribiente, su amada en noches invernales o de estío, sino el de acompañarlo para fundar juntos una grandiosa República.”

Todavía se enfrentará a otras temerosas batallas como la de la batalla de Junín, donde Manuela demostró todo su valor, enfrentándose con denuedo de fiera salvaje, sin temor, sin miedo, se dice que ella peleaba de igual a igual con el enemigo, jamás se arremedó al enemigo: “Ágil y decidida, Manuela hizo sus primeros disparos, en plena cabalgadura, que abatieron a tres Cazadores, quienes besaron el suelo con las nucas destrozadas. Luego, de un salto, bajó del caballo y se enfrentó, blandiendo el sable, contra el enemigo. Certera, rápida, hundía su bayoneta, evitaba ser herida y volvía a la carga, temeraria, aguerrida, poseída por la adrenalina.”

Las contiendas en el campo de batalla junto a Antonio José de Sucre, quien fuera nombrado gran Mariscal, a petición de éste, que había presenciado la actuación de Manuela, sugirió que se la nombrara coronela, al igual que otros oficiales que tuvieron brillante participación en las batallas. San Martín como bolívar abandonaron la ciudad de Lima, abandonando todo lo que habían conseguido en aquella región. Las dos mujeres que habían sorteado toda clase de peligros eran abandonadas, sobre todo Rosa Campusano, no así Manuela, que quedó en Lima, merced al desprecio que le conferían las damas de alcurnia. Sufrió el desprecio de quienes jamás le perdonaron el haber seguido a un hombre, sin ser su esposa: “Ya sin la presencia del Libertador, que con su investidura podría haber cerrado la boca de las deslenguadas, era vista como una apestada, una leprosa capaz de contagiarlas. Su condición de amante la hacía repulsiva para las demás, que evitaban por todos los medios toparse con ella, y a su paso, cerraban puertas y ventanas en sus narices” pese a todo, Manuela mantenía una correspondencia asidua y muy alentadora junto a la declaración de amor, con Bolívar, quién hizo que viajara a Bogotá e instalarse a su lado. quizá el hecho que aceleró la decisión de Bolívar a renunciar en el Congreso y presentar su dimisión fue el vil asesinato de Sucre, cuando se lo dijeron, Bolívar exclamó: La bala cruel que atravesó su corazón, mató también a la Gran Colombia y me quitó la vida.

Las glorias vividas, los miedos frente a la muerte, las luchas cuerpo a cuerpo, nada les recordaba que la libertad que obtuvieron fue gracias a mentes fieles a principios de honestidad, de vivir en libertad y abandonar la esclavitud que por siglos los había postrado en la barbarie y la ignorancia. Nada de eso recordaban porque se sucedieron, de manera casi permanente los acechos contra la vida de Bolívar. Estaba en Bogotá, Colombia. Allí había instalado su sitio de vida, quería vivir en paz después de haber logrado la independencia. Sin embargo, fueron varias las ocasiones en las que se salvó de la muerte. Fue Manuela, poseída de una gran intuición que supo adelantarse a esos hechos luctuosos y salvar la vida del hombre y del Libertador, a quien amaba, por encima de cualquier circunstancia.: “Tenía al Libertador atravesado en el cuerpo, metido en la piel, como para aplatanarse dentro de un matrimonio sin afecto ni calor. Era la única debilidad que podía permitirse, de la que no tenía control alguno, pues muchas veces se había sorprendido sollozando por su amado, ella que había estado al frente del campo de batalla, sin miedo a los sablazos, cañonazos y disparos.”

Con la partida del Libertador, Manuela quedó completamente abandonada a su aciaga suerte. Ya nadie la respetaba, todos la veían como un despojo, como alguien apestada por alguna enfermedad que, no se la podía ni siquiera mirar. Le gente se olvida muy fácilmente de momentos de felicidad vividos gracias al valor y al ideal de libertad de las personas que no solo ven lo suyo, sino el bienestar general. Muy triste pensar que, en América, pareciera que estamos engendrados por algún mal que, nos obligara a dar la espalda a quiénes nos dieron bienestar. Tal como había vaticinado Bolívar: “La Gran Colombia se irá a pique. En lugar de unirnos como un pueblo hermano, aquí la gente prefiere la división, independizarse cada quien según su antojo. Los generales se arrebatan cual famélicas hienas un trozo de poder. Los soldados han perdido el ímpetu de antaño. Nadie está contento ni satisfecho, hasta las mujeres se quejan. Faltaría que anhelaran el yugo español, el falso brillo de la Corona, que otra vez quisieran las cadenas.”

Manuela había quedado sola, nadie la amparaba, antes bien la insultaban, jamás le habían personado el de vivir como amante del Libertador. Por donde iba solo manifestaban odio y antipatía. Ella quiso resistir todo aquel menosprecio, pero se sumaban una y otra vez ese rencor. Cierto día recibió la visita de un periodista, Vicente Azuero, luego de insultarla y pedirle que abandone la región, se vio expulsado de la casa y al día siguiente, empapeló la región de libelos enfermizos que hacía enardecer aún más, no solo a Manuela, sino a toda la ciudadanía. La situación era cada vez más insostenible, incluso llegó a las lides políticas y cambios de gobierno. Mientras tanto, ella esperaba la carta de Bolívar que se encontraba cada vez más enfermo. Cuando quiso abordar la embarcación que la llevaría junto al ser amado, llegó la noticia de su fallecimiento. Manuela estaba irremediablemente abandonada. Fue despojada de sus títulos, encarcelada, y exiliada a la isla de Paita, donde la encontramos en principio. Cuando el autor expresa: “sola en un pueblo apartado, sin más gallardía que su mente librepensadora, sin otro galardón que la resistencia en sus ideales. Llamas que prendían manteles y sábanas, que incendiaban libros y baúles, haciendo desaparecer la silla rodante, la hamaca de Guayaquil, a los dos canes sacrificados, invocando con su ópera de candela el infausto protagonismo de las cenizas, la cremación irreversible de la memoria, los vaivenes del humo asfixiante que dejaba tras de sí el último estertor del olvido.” Es lo que nos dice Indira Gandhi, una gran líder política: “La fuerza no proviene de la capacidad física sino de la voluntad indomable.” 

COLECCIÓN DIGITAL DE

#novelaiberoamericana

Equipo de Redacción

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *