El diario que lava la inmundicia; por Alma Karla Sandoval

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En esta entrega, Alma Karla Sandoval explora Servicio de lavandería, libro de Begoña M. Rueda, ganador en 2021 del XXXVI Premio de Poesía Hiperión.

Será porque Begoña M. Rueda estuvo en el lugar indicado en la época exacta, porque lo dejó todo para irse a trabajar a la costa, porque es joven y con la palabra poética como una muchacha en flor que sale de sus labios, será porque lleva un poco más de siete años escribiendo y siete premios nacionales en España. Será porque es de las pocas plumas que pertenecen a las alas de un ángel, el que consigue escribir un diario a trozos que son poemas en Servicio de lavandería, su más reciente libro editado en 2021, ganador del XXXVI Premio de Poesía Hiperión.

Servicio de lavandería, su más reciente libro editado en 2021, ganador del XXXVI Premio de Poesía Hiperión

     Nacida en Jaén, la poeta divide en tres partes esa obra: lavado (con textos fechados de marzo a junio de 2020), aclarado (con textos también con registro, pero de 2019) y centrifugado (un solo poema corto). Si bien es cierto que hay tres onerosas faltas de acentuación en el libro y que el último apartado repite la idea del penúltimo texto, desde que leí el Réquiem de Ana Ajmátova no había topado con un tono a ras de tierra, a veces prosaico, sí, pero de una honestidad y equilibrio en la imagen desnuda, concisa, sin exageraciones ni reiteraciones inútiles. Igual la gran escritora de Moscú, esta chica ibérica nos dice oblicuamente que también es capaz de describir el horror de la pandemia con recursos siberianos por fríos, por cortantes, tal como la misma Ajmátova en el texto titulado “En algún lugar del prólogo”:

En los terribles años del terror de Yezhov hice cola durante siete meses delante de las cárceles de Leningrado. Una vez alguien me «reconoció». Entonces una mujer que estaba detrás de mí, con los labios azulados, que naturalmente nunca había oído mi nombre, despertó del entumecimiento que era habitual en todas nosotras y me susurró al oído (allí hablábamos todas en voz baja):

–¿Y usted puede describir esto?

Y yo dije:

 –Puedo.

Entonces algo como una sonrisa resbaló en aquello que una vez había sido su rostro.

     Esa potencia proviene de la capacidad de dar un testimonio honesto de lo que implica sobrevivir en contextos de muerte. Lo cual también orilla a una responsabilidad que tampoco Begoña M. Rueda evade en medio de los rastros inmundos de la enfermedad en el hospital de Algeciras. La descripción de esta autora echa mano de una claridad propia de los mejores momentos de la lírica rusa (también pienso en Marina Staviétava) y el valor para denunciar el desprecio clasista de algunos doctores hacia el personal de limpieza en ese cronotopo que no puede ser más limitante: la lavandería donde también se planchan las batas de los enfermos, las sábanas, una vez que se les ha arrancado no solo la mugre o el sudor, sino las heces, la sangre, el vómito:

En la lavandería del hospital donde trabajo

la ropa de los enfermos, la ropa

de los que o regresan de la úlcera

o se dejan amarillear por la muerte,

se amontona en bolsas a las siete de la mañana.

Dos lavadoras industriales

bastan para blanquear la ropa de las heces

y de la sangre que podría ser mi sangre, mi miseria

podría ser, algún día, un camisón

cubierto de vómito

de los que una vez lavados lucen como nuevos,

bendita sea mi vida, bendita mi salud

porque algún día, quizás, podría ser mi miseria

un camisón.

     Ese el texto con el que abre el poemario, una declaración de gratitud indiscutiblemente real en uno de los peores momentos de nuestra historia. Debido a esta no ficción poética que prescinde de ornamentos, el lenguaje se vuelve áspero, pero los sentidos abiertos al olor, los sonidos y las texturas que trae consigo el virus, le otorgan credibilidad a cada uno de los mensajes, a la experiencia de una joven voz (Begoña nació en 1992) quien volitivamente abraza su empleo desde la clemencia: 

A 18 de mayo de 2020

ojalá pudiera dejarlo,

quisiera

volver a la facultad,

terminar lo que empecé

y olvidarme

de la enfermedad y de la muerte.

Echo de menos

el campus,

cuajado de flores ya en abril,

ir a la biblioteca

después de la clase

y repasar lexicología

bebiendo aquel café barato

de la máquina que había en la puerta.

Si pudiera, volvería

pero no puedo,

siempre hay enfermos que vestir

y sábanas aún tibias

que meter en la lavadora, la gente

se empeña en enfermar y morirse

como en enfermar y curarse,

pero siempre en enfermar

y si yo no visto

sus cuerpos pálidos ni lavo la ropa

de sus camas, quién va a hacerlo,

quién lo haría

con la compasión

con la que yo

lo hago.

     De entrada, llama la atención el corte de verso y la intuición aguda de ese encabalgamiento que revela un gran acervo literario, así como un sentido del ritmo, de la respiración cuyo intimismo salva el instante, pero no cualquiera, son segundos que cuentan como nunca en un hospital, tal y como el personal de salud no se cansa de explicarlo en materia de infección de los órganos a causa de la Covid-19. Esa manera de colgar las palabras otorgándoles estatuto de poema es un acierto debido a que superan el error común de la poesía forzada: cortar la prosa sin encanto, sin imagen o confesión sincera que valgan. De tal suerte que no hay artificio, sino hallazgos de diarista tocada por el cetro del lirismo:

A 25 de marzo de 2019

Es complicado describir

qué se siente

el primer día que se entra

a trabajar en la lavandería de un hospital,

poco a poco

una se acostumbra a planchar la ropa

del que hasta aquella misma noche

estaba vivo, no sé bien cómo pero

se percibe en los dedos

el sufrimiento y la paciencia

de todos los enfermos

que se cubrieron con la misma sábana,

causa impresión de primeras, como digo

encontrarse un pijama empapado de sangre,

un cordón umbilical o una jeringuilla

entre la ropa, después

el cuerpo termina por acostumbrarse

y da más lástima que angustia

frotarse las manos con jabón

hasta el enrojecimiento

con tal de eliminar el olor a orina.

     El cuerpo, sus fluidos, la verdad que de él emana cuando perdemos la salud y atravesamos la conciencia de que lo que somos: carne, tejido, órganos que van envejeciendo contrariados, a expensas de virus, de bacterias, de contraer infecciones, de estar dentro de un cuerpo que piensa y se sabe fallido a la hora en que dialogan sus sistemas. Eso somos: huesos y sangre, líquidos que nos recorren o soltamos: agua que alquímicamente toma el color de la orina. Por tal motivo, el campo semántico de estos poemas corresponde, inequívocamente, a la bioescritura, un estadio de la expresión literaria alerta a su vulnerabilidad, a la contingencia de cara a la muerte y que por eso reacciona registrando lo que aún palpita, lo que busca salvarse, recuperarse, protegerse. La bioescritura hace énfasis en las metáforas del cuerpo desde un discurso donde la vida se alza a pesar de todo. Ya Sor Juana había dicho: “El peligro está donde está el cuerpo”, reconocer ese otro estado de alarma o una especie de bomba de tiempo que somos cada uno de nosotros por el simple hecho de estar vivos, de poseer venas que se vaciarán, corazones destinados a detenerse, es propio de una manera de colocarse frente a la escritura que se aleja del canto o la única lamentación ante la muerte propia de la necroescritura, la cual corre otro peligro: el de engolosinarse con su pathos, con ese  registro que si bien denuncia y deja testamentos de gran utilidad para la tradición literaria, renuncia al presente convirtiéndose en pasado en el mismo momento en que se transforma en acta de defunción del instante. La bioescritura, por el contrario, cuida lo que sigue vivo, busca el lugar menos caliente del infierno como decía Ítalo Calvino, y lo encuentra, por ejemplo, en imágenes de este tono: “Hay gaviotas donde debería haber hombres”, “la nueva normalidad es una madre que para poder enterrar a su hijo esperó más de mes y medio”, “habrá más bien que agradecerle a Dios las cucarachas a cambio de pan” o este colofón que sí, no solo lava, centrifuga y plancha los trapos de la catástrofe imaginando otra vida:

Escribo estos poemas

igual que plancho

el pijama de un niño enfermo,

una los escribe

con especial esmero, como si

estuviera escribiendo los poemas

que quisiera que leyeran mis hijos.

     Dar a luz escribiendo es otro de los rasgos de la bioescritura desde la imaginación de esta puesta en escena de una ucronía. En otro poema, Begoña M. Rueda habla de su lesbianismo, de su soledad, de que incluso le da vergüenza salir a pasear, respirar o amar porque son demasiados los que solo pueden tragar tierra. Por eso pensar que nos sobrevivirán las aves cantando como nunca o siendo escuchadas mejor por el silencio de entonces, la consuela. Es ahí, desde la gratitud, la compasión, la ternura, la defensa de los invisibles por ocupar los lugares más bajos en un organigrama; que la poeta brilla en este poemario, en esta cruz en el mapa de la bioescritura para confinar a los jinetes del apocalipsis que nos arrincona. No obstante, la bondad, el valor y la solidaridad en un servicio de lavandería, no les abren paso.


Equipo de Redacción

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