—¡Orden, señores, orden! Prosiga.

—El señor Iván Viktor Golubev, como cada jueves noche a las nueve, se mostraba impaciente en la pequeña rampa de espera, donde se enfilaban varios clientes, y que culminaba en la zona de la recepción. Desde allí, y haciendo alarde de su grosera presencia, el señor Golubev golpeaba la base de su bastón contra el noble suelo de parqué de mi restaurante. Mi metre, Petrov, al verlo, se disculpaba rápidamente con los demás comensales y adelantaba la vez del señor Golubev: lo hacía con la cabeza gacha, a modo de reverencial saludo, mientras con un chasquido de dedos avisaba a Fiordo, uno de mis tantos meseros, para tomar relevo en su puesto.

»El señor Golubev se adentraba en la sala altivo; a paso lento hacía gala de su traje Versace azul marino de raya diplomática. La cabeza, grande como una calabaza, se veía desproporcionada sobre un escuálido y bajito cuerpo, que, junto a la altura ucraniana de mi metre Petrov, le hacía parecer más bien un llavero. Petrov, entonces, lo encaminaba hacia una de mis mesas exclusivas para dos comensales. Claro, que el señor Golubev, en un acto de agresión, siempre rechazaba la mesa ofreciendo un concierto de golpes de bastón acompañados de sonoros y rotundos noes. Veía cómo su barbilla, puntiaguda igual que un pepino, se adelantaba incluso a veces a su bastón y apuntaba hacia la otra dirección: mi única mesa de doce comensales a la vera de los dos únicos ventanales de mi restaurante. ¡Oh! Las vistas eran magníficas. Desde allí regalaba a mis clientes de la zona vip un panorama completo de las calles más concurridas y emblemáticas de la ciudad, unas vistas cuyo fofo y rechoncho culo disfrutaba el señor Golubev mientras tomaba asiento hasta que llegara su hija Irina. Irina Ivanova Golubev. Después, los dos abrían mi carta con cara de decepción.

»Por supuesto que entonces retorcía con ímpetu mi paño de cocina. Por supuesto que pinchaba mi cuchillo contra la puerta que me separaba de él. Claro que imaginé cómo me sentiría atravesando sus entrañas; cómo sería el sonido de sus chillidos… Disfruté, sí, hasta de mi risa descontrolada disfruté. Entiéndanme, yo observaba a través del ojo de buey acristalado de la puerta de mi cocina cómo cada jueves la escena se repetía mientras ese desgraciado se encargaba, junto con su hija, de desollarme en las páginas de la revista Nasha. ¡El gran crítico culinario! ¡El señor Golubev! El experto en la degustación… Hacía un año que los dos me la tenían sentenciada. «Su solomillo, una oda de desastres». Esas palabras se expandían como titulares a lo largo de sus dos columnas: «Desfasada comida local con bajo estímulo para paladares»; «Típico caldo entrante»; «Mantequilla grasienta».

»Esa noche lo vi estirado, delante de mis dos ventanales, en mi mesa de doce comensales… Miraba su reloj una y otra vez. Y sí, yo salí con una risa triunfante y le regalé una verdadera oda de desastres. En cuanto cortó y se llevó a la boca el primer trozo de carne, me miró con los ojos encendidos y el reflejo en ellos de mí mismo.

Los presentes prorrumpieron en gritos, algunos se levantaron mientras lo hacían, otros, indispuestos, abandonaron la sala.

—¡Silencio! ¡Orden, señores, orden! ¿Qué sucedió después, señor Nikolái?

—Chef. Chef Nikolái.

—De acuerdo, chef Nikolái. Diga a la sala qué sucedió después.

—El señor Golubev me sonrió por primera vez y dijo: «Chef Nikolái, por fin un solomillo digno y en condiciones». Y añadió: «En cuanto mi hija llegue, seguro que también le será de buen agrado». Le contesté: «Lo dudo, señor Golubev, con sinceridad, lo dudo». Y sonreí ante el plato.

               Maríe Yuset

Equipo de Redacción

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