«Dorian» 1 relato de Antonio González Croissier

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«Dorian subió a la azotea de su casa como hacía todos los días al regresar del colegio. Recogía los soldados de madera que le había regalado su tío Samuel, para camuflarlos entre los geranios que su madre tenía desperdigados en macetas por toda la azotea.»
El escritor Antonio González Croissier nos comparte un relato para descifrar el tiempo y la historia.

Antonio González Croissier

Antonio González Croissier

Dorian

Dorian subió a la azotea de su casa como hacía todos los días al regresar del colegio. Recogía los soldados de madera que le había regalado su tío Samuel, para camuflarlos entre los geranios que su madre tenía desperdigados en macetas por toda la azotea.

Dorian era un muchacho de once años que vivía en un pueblo de la frontera noroccidental entre Austria y Alemania, Braunau.

Corría el mes de Mayo de 1889; aún el frío congelaba las ideas, al menos por la mañana. Por las tardes empezaba a calentar un poco y Dorian aprovechaba para subir a jugar antes de la hora de la merienda. Eso sí, con el abrigo que su madre le había comprado aquel mismo invierno; era muy agradable enfundarse aquel grueso tabardo al salir de la cama y sentirse inmune bajo la helada brisa matutina de Braunau.

En la tarde de aquel martes del mes de mayo, Dorian se quitó el abrigo, se había puesto a sudar después de recorrer todos los rincones de aquella gran azotea jugando con sus soldados de madera. Dobló su gabán con la cara impermeable hacia abajo para que no se humedeciera el interior y lo dejó sobre el muro, el que daba a “la calle del colegio”, como todos la llamaban; a la que asomaban también los balcones enrejados de todas las casas. Muchos de ellos eran usados como improvisados tendederos de ropa, otros tenían allí una silla y una mesa muy pequeñas donde tomar un té bien caliente en los días que remitía el frío del norte.

Una de sus vecinas, Klara, hacía apenas un mes que había dado a luz a su hijo, en el hospital le habían dicho que tomase todo el sol posible ─tarea arduo complicada─ porque había nacido con algo de Ictericia.

Aquel martes, el astro rey había hecho su aparición desde muy temprano y ya a la tarde comenzaba a calentar, por lo que Klara sacó a su hijo al pequeño balcón para aprovechar ese bien tan preciado, recomendado y escaso. Echó el protector del cochecito hacia atrás para que los rayos de luz incidiesen directamente en la cara de su bebé.

Dorian también aprovechaba el carácter benévolo de la tarde para alargar el tiempo de recreo. Pronto oiría la delicada voz de su madre, declamando su nombre a través del patio interior de la casa. Era la señal para bajar corriendo las escaleras hasta la cocina y atracarse con la merienda que le preparaba todos los días su abuela Hannah. Su madre también había decidido prolongarle el recreo, la tarde se lo merecía y su hijo mucho más, era un buen muchacho.

Dorian luchaba con sus soldados en una jungla de geranios rojos florecidos por el improvisado adelanto de la primavera. Las caídas de sus generales y la muerte repetida más de cien veces de sus soldados, producían todo tipo de onomatopeyas, desde la más difundida, el disparo de fusil, hasta las ocasionadas por el dolor de las heridas recibidas por sus valientes guerreros.

Cuando el fragor de la batalla era más intenso, oyó la voz de su madre llamándolo, dos veces como siempre. Todos sus soldados cayeron de repente de las altas copas de los… geranios y Dorian respondía con un “Enseguida bajo mami”. Empezaba a descender por las escaleras cuando se dio cuenta que había olvidado el abrigo; dio media vuelta y fue en su busca. Al acercarse, sobre el abrigo, una pequeña araña, de menos de una pulgada, lo miraba con sus seis pares de ojos, moviendo continuamente los quelíceros, daba la impresión de estar comiendo continuamente. Dorian había crecido en un ambiente rural y conocía a todos los bichos, sobre todo a aquellos que, como el que tenía delante, podían hacer tanto daño. Recordaba el día que su abuela le habló de esa araña en particular, la Reclusa Parda (curioso nombre), le advirtió que podía producir la muerte en muy poco tiempo, que podría identificarla por la forma de violín que tenía su tórax, era un punto rojo de peligro en su guía de arácnidos.

La observó a escasos centímetros de sus mortales armas, como se mira a la muerte de cerca sin saber qué significa realmente la muerte, con esa mezcla inexplicable de atracción y rechazo que produce el estar a punto de traspasar las fronteras abisales de la vida. Acercaba el índice de su mano derecha describiendo unos círculos sobre la cabeza del animal esperando su reacción cuando, de repente…“¡Dorian!”, la voz de su madre llamándolo de nuevo salía a través del hueco del patio y lo sacaba de su peligrosa ensoñación. Fue entonces que un certero mandoble del revés de la mano de Dorian, envió por los aires al peligroso arácnido que fue arrastrado por la brisa hacia “La calle del colegio”. La caída fue amortiguada por la ligereza del animal y por el aire caliente que ejerció de colchón en el descenso.

La mala suerte quiso que la araña fuera a posarse directamente en la cara del bebé de Klara, su vecina.

¡Qué lástima! Una sola mordedura de aquella araña podría haber acabado con la vida del bebé inmediatamente; su corta edad y escaso peso habrían jugado en su contra. Pero el arácnido no había superado el manotazo de Dorian, un niño judío que conocía muy bien la vida de las arañas y los insectos gracias a que su abuela Hannah, también judía, se lo había transmitido. Quizá, si Dorian solo hubiese sacudido su abrigo sin prestar atención a nada más, la araña habría llegado con vida al rostro del bebé.

¡Ay! el destino, esa insondable porción del tiempo que no logramos descifrar hasta que no se manifiesta.

Adolf, que así se llamaba el bebé de Klara Pólzl, sobrevivió a su primer ataque con tan solo un mes de vida. Su madre nunca supo, como tampoco supo Adolf y ni siquiera Dorian que aquel manotazo mataría a millones de judíos años después.

Antonio González Croissier

Equipo de Redacción

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