Desde el pan de la memoria, enseñanzas de Dolores Castro; por Alma Karla Sandoval

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Dolores Castro, una de las poetas más importantes de México, acaba de morir. Formó varias generaciones de escritores que preservarán su legado. En esta entrega, Alma Karla Sandoval le rinde homenaje.

Admiraban que llegará sola, rozando los ochenta años, a dar clases a la Escuela de Periodismo Carlos Septién García, un edificio de cinco pisos, sin elevador. Ella, con su porte de hada madrina de la Cenicienta en versión Disney, subía con un bastón de plata. Lo hacía lento, pero a paso seguro. Luego enseñaba con un dejo del norte, con un resoplo con el que parecía cantar. En sus clases se acordaba de Rosario Castellanos, gran amiga, cómplice de viaje a España y de aventuras buscando a Simone de Beauvoir con quien las dos se entrevistaron en París. Algo tenía Dolores Castro Varela que encantaba con su conversación más allá de los personajes que nos describía en medio de anécdotas hilarantes. Ahora nos parecen mágicas.

       Nacida en Aguascalientes el 12 de abril de 1923, fue egresada de la Universidad Nacional Autónoma de México con licenciatura en derecho y maestría en letras donde participó en el mítico grupo Ocho Poetas Mexicanos integrado por Alejandro Avilés, Roberto Cabral, Javier Peñalosa, Honorato Magaloni, Efrén Hernández, Octavio Novaro y Rosario Castellanos. Hizo un posgrado en estilística e historia del arte en la Universidad Complutense de Madrid y también en radio, otra de sus pasiones. No en balde fue una de las fundadoras de Radio UNAM.

    La poesía se le dio desde muy joven, para ella se trataba de salvar el instante, de comprender qué clase de bicho llevamos dentro. Leía con frenesí a Johannes Pfeiffer, a Gastón Bachelard. Uno de sus poetas favoritos era José Carlos Becerra. Le gustaba enseñar a escribir haikus, disfrutaba contando sílabas. Uno de sus poemarios, ¿Qué es lo vivido?, obtuvo el Premio Nacional de Poesía de Mazatlán en 1980:

I
¿Qué es lo vivido,
en qué poro ha quedado
o en qué ráfaga?

Puente a la oscuridad
o la pendiente veloz
de una sonrisa
que se apaga,
pero también calor
en medio de la sombra,
acomodo
de criaturas que buscan suavemente
su modo de dormir
mientras una ventana
se va cerrando hacia el oriente
y la luz de la tarde
se unta silenciosa.

    Vaya que tenía una relación peculiar con las ventanas. Muchas veces la vi en silencio contemplando una con esa mirada típica de los poetas que Wislawa Szymborska describe en el discurso de aceptación del Nobel. Lolita, como se le decían cariñosamente, recibió varios homenajes y otros reconocimientos como el Premio Nacional de Ciencias y Artes en Literatura y Lingüística, 2014.

     Incansable, aunque estuviera entrada en años cuando muchas escritoras de mi generación la conocimos, no perdía ninguna oportunidad. Si la invitabas a un encuentro de poesía y le regalabas uno de tus libros, ella se retiraba temprano a su habitación y al día siguiente, en el desayuno, compartía sus impresiones. No dejaba de enseñar en ningún momento. Parecía haberlo leído todo con una sabiduría brillante y airada. Eso, el aire, le solía hablar:

Algo le duele al aire,
del aroma al hedor.

Algo le duele
cuando arrastra, alborota
del herido la carne,
la sangre derramada,
el polvo vuelto al polvo
de los huesos.

Cómo sopla y aúlla,
como que canta
pero algo le duele.

      Según la crítica, en este poemario la autora hace una alto en el camino para dar cuenta de la herida que desangra a su país por la inseguridad y la violencia, consecuencia de la guerra contra el narcotráfico donde la más perjudicada es la sociedad civil. En entrevista, Dolores Castro comentó: «Estoy muy impresionada por lo que ocurre; esta emoción se manifiesta en el libro en la forma de un coro de voces que despiertan ante la tragedia, pero estas voces no son gritos, no emergen como una forma de enfrentar la barbarie, ni con la intención de culpar, son solo la expresión de la tristeza por las personas inocentes que viven este momento nefasto».

         Ergo, el compromiso de la poeta con los demás era indudable. También por la calidad de la poesía, la propia y la de sus estudiantes en la Escuela de Escritores de la SOGEM. Para ella, la claridad, ese lustre del verso en la imagen exacta y sobria, era imprescindible. Dio ejemplo con obra, con una intensidad que serenaba de cuando en cuando, pero cuya emoción la rebasaba embelleciéndola.

      En 2006, cuando ya tenía 83 años, asistió a un festival de poesía internacional en Bogotá. Era la invitada de honor. No le importaba que la llevaran en silla de ruedas de una sala a otra en los aeropuertos. A la hora acordada fuimos a recogerla a El Dorado. Feliz, lo primero que hizo fue agradecer que la tomáramos en cuenta. Como mexicana estudiando una maestría por allá, tuve el honor de ser su acompañante, de llevarla del brazo y emocionarme con ella una tarde en uno de los foros al aire libre de la biblioteca Virgilio Barco donde leyó ¡un poemario inédito completo!, pues a pesar de la llovizna, el público no se levantaba de sus lugares, abrían paraguas, pedían un poema más y otro, otro. Al final, la ovación de pie y créanlo o no, un arcoíris a sus espaldas. Cuando lo vio, la poeta de Aguascalientes, ciudad que posee un prestigioso premio a la obra de escritoras que lleva su nombre, lloró con estas palabras: «No lo podré olvidar». Hay otro recuerdo, otro pan de la memoria, que atesoro en lo alto del Monserrate, Dolores Castro abriendo los brazos, inhalando con todo ese aire frío y gritando casi: «¡Como decía Netzahualcóyotl, solo una vez aquí!»

Alma Karla Sandoval

Columnista.

Equipo de Redacción

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