«De bajada», relato de Andrés Canedo

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Publicamos un relato del escritor boliviano Andrés Canedo.

DE BAJADA

Claro, ellos no podían saber que el encargado (no era ni siquiera, portero), había tenido una emergencia familiar. Un auto había atropellado a su hijo de diez años que transitaba en una bicicleta. Eso lo supieron después. Pero aquel principio de la tarde de sábado, habían permanecido en sus respectivas oficinas, demorados por trabajos urgentes. Pero eso ya había pasado muchas veces y nunca habían tenido problemas. De manera que, sin azararse, ella tomó, al salir de su estudio, el ascensor en el piso doce, y él, casi simultáneamente, terminada su labor, lo hizo en el piso diez. La tarde afuera, brillaba como oro y el sol, colgado del cielo intensamente azul, refulgía como una gota de rocío. Al entrar al elevador, él casi no prestó atención a ella, y simplemente la saludó. “Buenas tardes”, le dijo, y ella respondió “buenas tardes”, también sin fijarse en él. Ambos venían amarrados a sus pensamientos, imaginando lo que harían o dejarían de hacer, ese fin de semana que se presentía como soso, y por qué no también, sutilmente apacible, pues el marido de ella y la mujer de él, habían viajado y no volverían hasta dentro de algunos días. “Seguiré leyendo esa novela que tengo un poco abandonada”, pensó él; “miraré en la tele esa serie que se va haciendo infinita”, pensó ella. Cuando, de pronto, el elevador se detuvo, ellos tampoco podían saber que el encargado que había salido abruptamente, no había advertido que quedaban dos personas en el edificio y que, mecánicamente, como lo hacía todos los sábados, cuando salía normalmente de su turno, algunas horas después, había desconectado la energía eléctrica. El encargado, a pesar de su urgencia, cumplía así el protocolo, ya que nadie podía ingresar al edificio de oficinas los domingos. Además, el edificio que tenía una guardia externa, no tenía portero y el personal de limpieza, llegaba los lunes a las 5:30 de la mañana a asear las áreas comunes. Por eso, cuando el ascensor se detuvo y a los pocos segundos se encendió la luz de emergencia, aunque no se activó la alarma, él y ella tuvieron el presentimiento de que algo serio ocurría, pero imaginaron que el desperfecto duraría poco tiempo.

–¿Qué pasó? − dijo ella levemente sobresaltada.

–No lo sé. Debería haber sonado la alarma, pero trataremos de hacerlo manualmente. El encargado se queda hasta las seis – dijo él, en tono tranquilizador.

Casi no se vieron al mirarse, porque la preocupación estaba en la emergencia del momento. Él apretó en el tablero de comandos el botón de alarma, pero esta no sonó. Insistió varias veces y su propia incredulidad se sumó al asombro de la mujer. Cuando se convencieron que la maniobra no funcionaba, ella le preguntó:

–Y ahora ¿qué hacemos?

Él giró hacia ella y le respondió:

–Vamos a golpear la puerta, supongo que debemos estar en el piso cinco, más o menos. Si hacemos bastante ruido, el encargado nos oirá.

Entonces, la vio por primera vez: era una mujer bella, de unos treinta años, esbelta, de rostro atractivo, elegantemente vestida. Ella también lo vio: era un hombre guapo, más o menos de su edad. Pero esas visiones fueron apenas como un resplandor, pues entre los dos se pusieron a golpear la puerta del ascensor. Lo hicieron insistentemente durante diez minutos, pero el auxilio no apareció. Descansaron un tiempo y volvieron a la tarea, con interrupciones durante cerca de una hora. Ambos se pusieron nerviosos, pero el trató de tranquilizarla. “Son casi las cinco y media de la tarde, el encargado se va a las seis y supongo que revisará todo antes de salir, es cuestión de que esperemos un poco. A las seis menos diez volveremos a golpear, y seguro que nos encuentra”. La miró a los ojos y percibió en el desplazamiento horizontal y reiterado de sus globos oculares, el nerviosismo de ella. “No se ponga nerviosa, es sólo cuestión de un rato más”. Ella, sin mirarlo, le contestó un poco violenta, “¡no estoy nerviosa!”, y al percibir su casi exabrupto, agregó, “discúlpeme, es que tenía cosas que hacer”. Él aceptó la excusa asintiendo con la cabeza, y así permanecieron, lado a lado, sin hablarse, hasta la hora fijada para volver a golpear y empezaron a hacerlo con verdadera violencia a la que sumaron gritos, “¡aquí, en el ascensor!”. Pero pasaron las seis, las seis y diez y las seis y media, y no obtuvieron ninguna respuesta. Ante la evidencia de que nadie vendría a socorrerlos, se miraron los rostros un poco descompuestos, y ella, nuevamente exacerbada, le dijo: “¡Haga algo, por favor! ¡No vamos a pasar la noche aquí encerrados!”. Él intentó, inútilmente, durante unos veinte minutos, abrir la puerta. Ella permaneció detrás de él. Entonces, vencido, se volvió hacia ella y le dijo:

–Sabemos que por lo general los teléfonos celulares no funcionan al interior de los ascensores, pero podemos intentarlo. Si no lo logramos, creo que no sólo nos quedaremos aquí esta noche, sino también mañana todo el día y mañana en la noche, hasta el lunes. A menos que usted tenga alguien en su casa que se preocupe por usted y se le ocurra venir a buscarla.

Intentaron vanamente con los teléfonos de ambos, entonces, ella lo miró desolada y habló:

–No tengo a nadie que venga a buscarme, al igual que usted, por lo visto. Mi marido está de viaje, fuera del país. Los teléfonos no funcionan aquí por la cubierta metálica del ascensor y por los materiales del edificio. Ese efecto se llama, Jaula de Faraday. Soy ingeniera civil, me llamo Marlene Arrizamendi.

–Lo siento, pero como ya usted lo ha dicho, yo tampoco tengo quien venga a buscarme, porque mi mujer también está de viaje. Soy el arquitecto, Sebastián Pedruela –. Y en un gesto, que en ese momento le pareció absurdo, le extendió la mano, como si se estuvieran presentando en una fiesta, que ella se la tomó, mientras le decía:

–Voy a sumar una mala noticia. La luz de emergencia se agotará en una hora o poco más. Esas luces no duran más de tres horas. También pienso si tendremos el oxígeno suficiente, de manera que tendremos que tratar de abrir la tapa trampa de emergencia que hay en el techo de este elevador. Si nos damos maña, podremos abrirla, y hasta tal vez, mañana nos entre un poco de luz, depende de la construcción de este edificio. Así, que manos a la obra. Hay que abrir la trampa. Será más fácil que usted me ponga las manos de apoyo a mí, ya que soy más liviana. Y trate de no mirarme mientras lo hace, por favor, pues estoy con falda y no es muy larga.

Se pusieron a la tarea, y luego de varios intentos lograron su objetivo. Se abrió la tapa trampa y entraron aire y, todavía, una tenue luminosidad. No fue difícil para Sebastián sostener el peso de Marlene, y a pesar de que no fue su intención, no pudo evitar el ver las hermosas piernas de ella. Se avergonzó de ese acto involuntario, y cuando la bajó, su cabello un poco despeinado, le pareció que embellecía más su rostro de ojos castaños y de boca muy bien delineada. Pero la vio como si estuviera viendo un cuadro de pintura; era bella sí, pero era, en esa circunstancia, casi abstracta. Sin embargo, ella no dejó de percibir su mirada, y sintió un poco de temor de tener que pasar tantas horas encerrada con ese hombre. Se sentaron lado a lado, apoyados en la pared posterior, y él le dijo que tendrían que ahorrar la batería de sus celulares, que mejor los apagaran para usar sus luces, cuando sea necesario al venir la oscuridad. Lo hicieron. Ella le dijo que no soportaba el dolor de pies, que se quitaría los zapatos de tacón alto que tenía puestos, y lo hizo. Le avisó también que tenía una botella pequeña de agua en la cartera, que tendrían que racionarla.

Estuvieron un largo rato sin hablar, hasta que la luz de emergencia fue muriendo para por fin apagarse. Entonces comenzaron a conversar en la oscuridad. Hablaron de sus respectivos trabajos, del fragmento de mundo que conocían, hablaron de sus parejas, de cómo las habían conocido, de cómo se habían enamorado. Él sintió, que allí, cerca de él, ella empezó a temblar. Encendió su celular y los labios rojos de ella le dijeron que tenía frío, que el otoño y la noche se lo hacían sentir. Él le dijo que la abrazaría, para así, entre los dos, darse calor, pero ella, aunque al principio le dijo que no, al cabo de unos minutos se acercó y se apoyó en él que la tomó entre sus brazos. Así, abrazados, se dieron calor mutuamente, y finalmente, lograron dormir un poco. Cuando se despertaron, ella se separó de él y se quedó acuclillada, abrazándose a sí misma. Una mínima claridad ingresaba por la tapa trampa abierta en el techo. No obstante ello, él encendió la luz de su celular. Entonces vio y oyó, que ella, con lágrimas llenándole sus hermosos ojos marrones, le dijo lo que él presentía, pues a él le pasaba lo mismo.

–Dios mío, me muero de ganas de hacer pis, hace unas quince horas que no lo hago, que no lo hacemos. Y voy a tener que hacerlo, aquí, como seguramente lo hará usted. ¡No había imaginado que tuviera que soportar tanta humillación, tanta indignidad! Entiendo que usted no puede hacer nada más de lo que ha hecho, y le estoy agradecida de que me haya dado calor y me haya respetado. Lo aprecio por eso, Sebastián. Pero esto es verdaderamente humillante. De pronto, en pleno siglo XXI, hemos retrocedido a la Edad Media, o peor, a la Edad de Piedra.

–Sí, yo también estoy desesperado por orinar. Pero como sabe, soy arquitecto y conozco de edificios. Muchas veces, sobre los techos de los ascensores he encontrado algunos objetos. Si se aguanta un ratito más, puedo intentar mirar por la tapa trampa y ver si hay algo que haga menos penosa esta situación.

Ella lo ayudó a encaramarse, sacó fuerzas ignoradas, pero pudo hacerlo mientras sentía que se le iba a reventar la vejiga. Con la cabeza y los brazos fuera de la trampa del techo y alumbrándose con el teléfono, él pudo ver un tarro vacío de pintura que refulgía como la luz de su propia desesperación, a unos pocos centímetros de distancia.

–Encontré la solución –le dijo y agregó– ¿Puede aguantar un par de minutos más?

–Sí– respondió ella.

Entonces, él sacó todo su cuerpo mediante la extensión de los brazos, se paró encima del techo, tomó la lata y orinó en ella, en un tiempo que le pareció eterno. Luego la vació por los costados de la máquina, hacia las paredes de concreto del hueco del ascensor. Volvió a introducirse por la trampa y le entregó el tarro a ella, que lo miró azorada.

–Haga lo que tenga que hacer en esa lata. Yo no la miraré. Luego volveré a subir y la vaciaré fuera, como ya lo hice conmigo. Así, al menos, no tendremos que soportar malos olores aquí.

Ella, avergonzada, desesperada, orinó en el viejo tacho de pintura, mientras se largó a llorar con pequeños sollozos, debido al abatimiento y al ultraje que para ella eso representaba. Le entregó la lata, él volvió a trepar al techo del elevador y la vació. Regresó con la lata vacía para posibles futuras necesidades similares. Ella se había acurrucado contra una de las paredes y lloraba con desesperación. Todo el maquillaje se le había corrido y le hacía como una mancha fantasmagórica sobre la cara. Él se sentó a su lado, y luego de un largo silencio, empezó a hablar.

–Las humillaciones, los dolores, las luchas en conjunto, unen a la gente. Entienden que esos padecimientos compartidos, los consuelan, los fortalecen y que, desde el fondo de esa penumbra, puede nacer la esperanza, pues la solidaridad, es la que permite que ella surja. La esperanza es la que ha hecho posible las grandes reconstrucciones humanas, en guerras, en pestes, en todo tipo de catástrofes, los humanos han sido capaces de volver a empezar. Saben, desde lo más hondo de sus almas, que sólo les queda seguir adelante. Yo, en este momento, en que también estoy avergonzado, me siento muy unido a usted, Marlene. Sé que somos dos seres humanos enfrentando una situación extraordinaria, y que no debemos mortificarnos por la exposición de nuestras necesidades biológicas, sé que nos estamos apoyando y que debemos vencer pudores e imposiciones que nos ha impuesto la civilización. Lo que usted acaba de hacer, para mí la engrandece. De manera, que le ruego que se calme, que se maquille con los elementos que debe tener ahí en la cartera y que se ponga linda, como es, para dotar de luz a este espacio oscuro y para infundir alegría en el corazón mío.

Las palabras de Sebastián se fueron infiltrando como un bálsamo en el espíritu de Marlene, la hicieron sentirse más noble, más pura. Se apaciguó, sonrió de pronto y le dijo:

–Eres una buena persona, Sebastián. Yo también me siento unida a ti. Gracias, de verdad. Y ahora con tu teléfono y el mío, alúmbrame que voy a maquillarme para estar linda para ti y para mí. Además, podemos brindar con un trago de agua, ya que todavía hay bastante en la botella.

Mientras ella se maquillaba, sentada al lado de él, con la falda subida hasta casi las ingles, él fue corroborando toda la belleza de su compañera de encierro. No pudo evitar un estremecimiento por ese revelarse de las formas de ella. Cuando hubo terminado, él no pudo abstenerse de decirle, “eres verdaderamente linda”, y ella, sonriendo, le respondió, “tú eres muy guapo”.

Pasaron el día conversando, cosas nacidas de lo más profundo de sus sentimientos, asimismo rieron a ratos, y el taladro insidioso de la emoción los fue penetrando, los fue acercando. Un rato de esos ella apoyó la cabeza en el hombro de él y ya no la retiró. Así, con palabras surgidas de la verdad, unidos como dos hermanos siameses, pudieron esquivarle al hambre. Al anochecer, las baterías de ambos celulares se habían agotado. En la oscuridad completa, ella se recostó depositando su cabeza sobre los muslos de él. La vibración del calor que surgía de sus cuerpos, los iba colmando como una promesa. Esa calidez de las almas en encuentro, atravesaba el aire y llegaba al cuerpo del otro. Era la ternura que se materializaba en ondas que los dos sentían. Así, él, le acariciaba el cabello y ella lo dejaba hacer. Así, él, le recorrió con el dedo índice el centro de la frente, de arriba hacia abajo, y luego el dorso de la nariz suavemente respingada, el perímetro de los ojos ahora cerrados, pero que, sin embargo, preveían la ternura.  Y llegó a sus labios y los recorrió en todo su contorno, en un ejercicio de conocimiento de formas y tersuras, de perfecciones estéticas, y, en medio de ese recorrer, ella le besó el dedo. De esa manera prosiguió por el mentón, por toda la longitud del cuello, por todo el alrededor de sus senos cubiertos por la blusa. Indagó también la fosa cálida de su ombligo que se perfilaba entre los botones de la blusa, y por encima de la falda llegó a los suburbios de su sexo, y siguió luego por sus muslos desnudos, por sus piernas, por sus pies. La lámpara mágica de la ternura alumbraba toda esa lobreguez y los fue inundando de un placer pequeño, que era apenas como una sugerencia, como una insinuación a sumergirse en el mar vasto y presentido. Todo era silencio, todo era noche, y únicamente los breves sonidos de sus respiraciones, los quebraban. Porque ella sin decir palabra, se quitó la blusa; porque él sin pronunciar fonemas le besó los pechos. Porque ella se abrió a él, y él entró en ella, deslumbrado por tanta luz. Y los brazos se aferraron al otro cuerpo, intensamente, como enredaderas en un muro, para no permitir, que la felicidad que rondaba por allí cerca, pudiera disolverse con la proximidad del mundo. Los besos manifestaban sus códigos de sol, de estrellas y de cosmos, y se entendían en el lenguaje imperecedero de la piedra y el fuego. Y así se amaron, en silenciosa exaltación, en generosa entrega. Luego, volvieron a hacerlo, buscando atiborrarse del otro, mientras afuera, la bulliciosa noche de la ciudad, a pesar de su empeño no podía llegar a ellos, en ese ascensor de la vida en que estaban encerrados, en esa cárcel paradójica que les había permitido, aunque fuera por pocos momentos, el goce de la libertad plena. Después, durmieron en paz, recostados, ceñidos entre sus brazos que todavía hablaban el lenguaje del amor efímero, pero que quedaría eterno en la memoria del espíritu.

Los golpes desde afuera de la puerta principal, los despertaron. Ellos respondieron que sí, que estaban dentro. Alguien corrió a conectar la energía eléctrica. Ellos acomodaron su aspecto lo mejor que pudieron. La luz volvió, la puerta automática se abrió. Tres o cuatro personas los miraban como si fueran apariciones surgidas del manantial de las tinieblas. Ellos agradecieron. Dijeron que preferían llegar a la planta baja, descendiendo por las gradas. Él bromeó afirmando que de ascensores ya tenían bastante. Bajaron, y al ir de bajada, la gente que los había rescatado descendió con ellos. Llegaron así hasta cerca de la puerta de ingreso al edificio. Él la miró a los ojos y buscó vanamente una señal en los mismos. Aquellos bellos ojos eran, ahora, sólo los de una colega que alquilaba una oficina en el mismo predio. Entonces, los de él igualmente se extraviaron y empezaron a ahondar el camino de la melancolía. Ella, aunque lo disimulaba, ya estaba extraviada en la nostalgia que sabía que en el futuro la aprisionaría. Pero el mundo, la vida, debían continuar.

–Hasta pronto, ingeniera –le dijo él, estrechándole la mano.

–Adiós, arquitecto – respondió ella.

Ambos se lanzaron a la calle que empezaba a vivir su bullicio cotidiano.

Andrés Canedo

Equipo de Redacción

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