Cuando el universo se creó por la palabra; por Alma Karla Sandoval

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En esta entrega, Alma Karla Sandoval reflexiona sobre el habla nómada de los poetas y los libros que necesitan escribirse con apremio.

Una de las más connotadas ensayistas de la actualidad, Siri Hustvedt, dice que los mejores libros son los urgentes, los que necesitan escribirse porque en ellos se juega el ahora: “Cuanto mayor me hago, más me convenzo de que todos los grandes libros están escritos desde una posición de apremio y, a diferencia de Sontag, creo que deben tener poder emocional. La apatía emocional no perdura porque, por mucho que admiremos las acrobacias textuales o la sagacidad de un libro en el momento en que lo leemos, es el estado emocional lo que consolida el recuerdo”, he ahí la mecánica de operación del más reciente poemario que me tomó por sorpresa hace poco, Los hablantes, del escritor nómada Armando Rivera, quien ilícitamente explica que luego de la pandemia y el destierro, retornamos como seres de lenguaje a otro estado instintivo: el del habla del comienzo,  señalado por Julia Kristeva  como el idioma de los poetas. Esto es verdad porque cuando Vallejo o Huidobro descomponen las palabras hasta que pierden su significación, queda un alarido, una potencia auténtica que nos trastoca y transporta al balbuceo, a un dadá, a otro milagro.

      Sin embargo, en Los hablantes encontramos recuperación, reconstrucción de las ruinas, reinvención de un imaginario cuya ternura es apremio, urgencia dulce con la que se reconfigura una génesis en medio de la violencia, la peste y otros jinetes apocalípticos que

Rivera desarma:

 antes de la luz, el tiempo, la memoria o -incluso- el mañana, los hablantes murmuraban la creación. se susurró la primera palabra. luego se contó el secreto fuego dador de vida. Otro hablante escuchó, guardó en sus recuerdos los vocablos de aquel ser. años más tarde se encontraron las expresiones precisas para nombrar el cielo, también: la noche, las estrellas y el pasado. un hablándote mensajero se llevó aquellas palabras al otro lado del mundo, entonces, los hablantes les narraron a otros escuchas sobre las palabras creadoras. Hubo ayer, mañana y cosmos, flor, río, semilla, caída, nube, distancia y lluvia. se alzó la voz, se inventaron todas las palabras. los hablantes antiguos suspiraron, escucharon las voces sobre el origen de la vida; las historias de todos los rincones de la tierra, en todos los idiomas. Comprendieron la belleza admirados, observaron en silencio la sonoridad de todos los hablantes. las voces siempre serán una sinfonía perpetua, perfecta armonía del sonido y la voz. así se creó el universo por la palabra.

     La anulación de las mayúsculas en este universo es intencional porque la noción de jerarquía se anula para fundar cierta expresión que fluye sin servilismos a la hegemónico ortográfico que por norma se impone en nuestro discurso. Armando se niega a esa orden, no le interesa escribir sin el arrojo de las licencias o libertades que desde el signo mismo debe defender la poesía no solo como género, sino como una propuesta de vida, de acontecimiento o voluntad de desear cadencias diferentes en la respiración de los versos. De aquí que este poemario donde los libros son nahuales, las flores cantan, los mundos dentro de otros tiempos invitan al peregrinaje, los truenos como serpientes que caen para germinar la vida, las rocas aprenden estaciones o la pregunta sobre cómo florece el desierto del Sahara nos sorprende, se traduce en la cosmogonía de un viajero, en sus pases mágicos para abrir el mundo a punta de palabras.

      No en balde también se hace referencia a los abrazos para homenajear el poder de la utopía que Eduardo Galeano legó al horizonte de las ideas latinoamericanas.  A manera de diálogo, el poeta expone:

 […] hubo una vez un abrazo que selló un pacto final entre ayer y el tiempo. papel y tinta en el trazo de la palabra. suave contacto con la piel de la memoria.       Si el amor es una larga conversación (Wilde) o el lenguaje opera, efectivamente, como una piel que se frota contra el otro (Barthes), Armando Rivera nos abraza entre líneas y describe pequeños nudos por deshacer en el viento. Debemos recordar que en algunas culturas el universo se entiende desde dos abrazos: el del nacimiento y el de la muerte. Pero no hay dolor en ese tránsito, sino una apuesta de mundo que se desplaza reconociéndolo de confín a confín sin importar el nombre de los puntos cardinales. Esta poesía es un islote secreto, lejano, una tierra indómita, un pequeño continente que no aparece en las cartografías y aun así nos devuelve la voz para que hablemos no de contratos, monedas, poderes o castigos, sino de flores, de rostros que los nómadas aprenden a amar en los caminos, de paisajes imposibles que posibilitan el fervor utópico con el cual respondemos a la urgencia de la escritura. Esa es su invención sagrada.


Equipo de Redacción

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