Crónica del Satisfayer; por Alma Karla Sandoval

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Alma Karla Sandoval ofrece una reflexión sobre la narrativa del deseo y sus nuevas herramientas.

Parece un ventilador de juguete. Ergonómico, lo inventó el alemán Michael Lenke. Lo probó con su esposa y ella se lo recomendó a sus amigas en 2014. Es un invento joven que ha pintado sonrisas en cientos de miles de mujeres. Produce orgasmos en dos minutos. Se entiende que, en tiempos de contagio y soledades, algo deba contrarrestar la falta de aquello, de eso que evita el estrés.

     “Eso”, escribo y me da risa. Luego busco una cita de Bauman que no ocuparé. También pienso en Carla Lonzi, a quien voy a olvidar en este texto, en el placer clitórico, en El contrato sexual de Carole Pateman y no encuentro la hebra de donde tirar. Quizá deba ir al grano, hablar sin cortapisas luego del Satisfayer. Saber su procedencia le quita magia, esa complicidad con la que los juguetes sexuales de hoy evaden la forma fálica con la que nos hemos masturbado cuando nos emancipamos de verdad creyendo que un dildo sustituye en verdad al deseo más allá de esa palabra.

     No sé si podré explicarlo con solvencia, pero una cosa es el orgasmo como tuit gracias a una maquinita succionadora y otra, muy diferente, la complejidad del sexo, del contacto físico, del baile hipnótico con todo y sus monsergas. Creo en la imaginación más que una prótesis. Pensar antes, durante y después es lo que un orgasmo sin menospreciar la potencia del Satisfayer. El caso es que lo compré sin culpa, sin miedo, sin pruritos, con la certeza de los cuarenta y tantos años, de las recomendaciones compartidas con las mujeres de mi generación, las mayores y las jóvenes a las que les hablo, para las cuales escribo admitiendo que soy yo la que aprende de ellas y no al revés. La apertura con la que hablan de su vida sexual me sonrojaba porque hasta hace poco, a las mujeres con quienes me formé nunca se nos habría ocurrido mencionar en una comida las dificultades para que ese ventilador de bolsillo no lastime la vulva jalando el vello que se debe depilar por completo para mayor placer o menos dolor.

     Eso nadie lo diría y poco se comenta. Igual que cuando se romantiza la maternidad con baby showers, colores pastel, aplausos, regalos, moños y fotos en Instagram de padres realizados, ajá. Nadie dice que el vientre queda como un globo desinflado, que sobreviene una megamenstruación, que los pezones también sangran, que duele la columna, que ya no dormirás en paz, en verdad nunca más.

       Nadie te advierte porque se prohíben esas verdades como ritos de paso. Pero regresemos con la depilación completa e intensiva que exige el Satisfayer en los labios mayores y menores. Primera contradicción con el feminismo radical, pienso. Debo dejar esa parte de mi cuerpo “limpia”, como de una bebé, sin esos pelos de los que se habla en Monólogos de la vagina. Así, lisa, para que solo sean succionadas las terminaciones nerviosas. No hay queja, pero recuerdo a algunos eyaculadores precoces cuando ese subidón de palpitaciones no espera a que nadie lo asimile. Pero bueno, no se trata de pensar, dirán, sino de sentir, de lograr lo que se ansía sin necesidad de soportar la cita con el vestidito, el maquillaje, la tanga nueva con la conversación de siempre (en el mejor de los casos). En suma, ese cortejo que debería mojar nuestra ropa interior. Pero ya no queremos hablar, ir más despacio ni correr riesgos.

     Mecanizado, tecnologizado, el placer de las mujeres se simplifica porque no queda otro remedio. No porque renunciemos al amor como una larga conversación, al roce de la inteligencia que nos pone erectas (hablando de clítoris) y a ellos también mientras lubrican. Ya no nos queremos enamorar en época de Tinder, sino cumplir con un trámite. Claro que la pandemia logró el uso de aplicaciones que controlan a distancia las velocidades de un vibrador. De tal manera que un amante puede estar en otro continente mientras maneja el ritmo con el que la persona se masturba gracias a esa inventiva digital. No obstante, hasta para eso es necesario un poco de juego, una planeación visualizada que convenza. Ocurre igual con el sexting y su erótica: a falta de verte en la vida real, de sentirte, olerte, probarte, me lleno de fotos para inventarme tu sabor, tu perfume, las gotas de sudor en tu espalda o los fluidos en tu entrepierna. A falta de lo peor que nos arrebataron que no fue solo el abrazo, sino el sexo con quien se nos pega la gana en vivo, hasta los tríos, las orgías que varios rebeldes suicidas se negaron a dejar de practicar como en los tiempos más rudos del sida.

     Por eso encuentro una enorme tristeza en el triunfalismo de la industria de los juguetes sexuales que está muy bien para seguirse usando en vivo, a todo color, cuerpo o cuerpo. Detesto pensar que las anteriores líneas suenan conservadoras cuando podríamos festejar que el Satisfayer también nos libera y hace felices a nuestros avatares dándoles un soma a su imaginación para tranquilizarlos, para mantener el cuerpo aislado, solo, en paz o parlando en Zoom luego de descargar la libido.

      Da risa y nervios la primera vez que abres las piernas y colocas ese círculo hueco a pocos centímetros de tu clítoris. Más de una extrañará la penetración, pero será cosa del pasado si se “amaña” con ese objeto. El escaso sexo oral también puede ser sustituido. “Las máquinas hacen mejor las cosas que uno”, dice un amigo que no quiere confesar que el olor de la vagina le da asco, que procura no verla de cerca, “no soy ginecólogo”. A muchos les da miedo por dentada, succionadora, todopoderosa como una flor carnívora que los castra justo cuando mejor y más eyaculan adentro, claro, sin la asepsia del miedo a embarazar.

     Es triste, insisto, aunque resuelva la inflamación, la urgencia física de los días ovulatorios, la necesidad de fantasía. Creo en el erotismo sin instrucciones de uso, en la espera de ese cuerpo ansiado entre todos, como la boca del prosema de Julio Cortázar: “Hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja”. Dicho azar incomprensible es el motor del deseo porque pudiendo ser cualquier par de labios precisamente es ése el que nos moja, el que nos abre como el mar por donde huyen los creyentes de una secta llamada nuestra piel, nuestro rastro de feromonas como huella digital en la eterna escena del crimen que es la pasión concretada en gemidos. Sí, dirán que eso ocurre cuando el orgasmo es posible, cuando hay todo un momento que perseguir para siempre evocándolo en espesas olas de soledad terrorífica. Lo cierto es que casi la mitad de las mujeres de este mundo no han tenido un orgasmo. Hablamos de un cuarto de la población, por eso el Satisfayer vende, porque se daña a las otras cuando son incapaces de imaginarlas y/o sienten repulsión hacia su anatomía. Por eso no las respetan, no comprenden que su deseo también importa y exige actos de generosidad capaces de excitar a quien las chupa, las acaricia, las humedece haciéndolas sentir sin prisas que su placer es lo que cuenta. De cara a esa incapacidad en estos tiempos, un succionador de clítoris, ni modo, se vuelve la mejor respuesta.

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