Crónica de la nada hecha gofio, por Antonio Arroyo Silva

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Antonio Arroyo Silva no va a hacer una crítica de «Crónica de la nada hecha pedazos» de Juan Cruz Ruiz sino que altera la simbología del título para denunciar algunos usos y abusos del mundillo literario actual.

Foto: Fabricio Estrada.
Foto: Fabricio Estrada.

Es muy probable que cuando la mayoría de los lectores lean este artículo me agredan, me echen encima todas las maldiciones, me digan que soy un elitista, un machista, un rojo o un facha. Cada cual acomoda el cotarro a sus intereses y decir las cosas como son hace que las aguas sucias salpiquen a muchas personas, incluso es posible que al que escribe. Pero heme aquí no con la intención de hacer un pliego de descargo o de decir «yo no fui». Tampoco me mueve el miedo a expresar los hechos como a la mayoría de la gente que aun viendo no dicen «por respeto» o en aras de la paz eterna del reino de la literatura.

Reconozco que en artículos anteriores había dejado caer en clave irónica y hasta poética muchos de los hechos que aquí voy a denunciar. Eran tiempos en que uno veía a la Santa Inquisición por todos lados y pensaba que, como Quevedo y Góngora en su época, tenía que expresarme en una especie de lenguaje de germanía o en un trovar clus «porque, si no lo digo como sea, reviento». Por tanto, aquí no va a haber arte de ingenio, ni intención estética. La cuestión es ir al grano de una vez; pero tampoco voy a renunciar a ese sentido irónico que me viene de nacimiento. De momento no voy a nombrar ni a santos ni a cobardes, solo pretendo que unos y otros reflexionen un poco.

Todo esto está relacionado con el panorama literario que actualmente tiene un nivel bastante elevado de movilidad — y poca calidad – en este sitio tan pequeño que llamamos las Españas. Cada vez hay más personas que de repente se sienten tocados por la mano de los dioses del Parnaso. La gran mayoría piensa que por el hecho de emborronar entre 60 y 100 folios ya son poetas inmortales a la altura de los más célebres. No caen en la cuenta de que el trabajo poético (si acaso) es el trabajo de toda una vida. No ven los defectos propios, ni oyen que sus versos suenan como una caja de grillos pues cada dos palabras hay un ripio, un contrasentido, un error evidente para cualquier lector que tenga un mínimo de formación. Y no hablo de que la poesía tenga que ser, como dicen algunos por ahí, entendible ni tampoco críptica. No, estoy hablando de poemas y estos tienen un lenguaje, una estructura y un ritmo únicos e inconfundibles. Pero, claro, como hay una confusión entre fe y poesía, si se dieran cuenta en algún momento o alguien les dijera algo, dirían que eso son nimiedades o que uno es un elitista o un estirado. No hay autocrítica, no hay trabajo poético, entonces.

Enfrente a estas individualidades (hombres o mujeres), hay cientos de personas que nunca escatiman la alabanza desaforada y aquí entra ya el tema de que, si ese aspirante a poeta se creía tocado por los dioses, en ese momento ya se creerá un dios. Y mal hecho: el motor de la poesía, más que la soberbia, es la humildad, aunque es verdad demostrada que el peor soberbio presume de humildad dicharachera. No hay autocrítica, no hay crítica, ni siquiera eso de «oye, mejor te dedicas a arar el campo que vas a sacar más y serás más honrado».

En estos tiempos que corren del covid, por un lado, y de desenfreno, por el otro, resulta que todo el mundo, como decía alguien muy entendido en la materia, es polifacético o multinosequé. No solo es poeta o escritor experimentado, sino también profesional de la edición, sobre todo en diseño de portadas y enmaquetación de textos. Vean ustedes mismos los resultados. No sé por qué casi todos tienen fijación con todos los colores del arco iris.

Bueno, por si acaso, siempre hay alguna editora profesional que edita luquesea a cambio de dos o tres salarios mensuales. Eso sí, la edición queda de maravilla y si uno fuera ciego, analfabeto o tonto y no se parara a leer el interior, así quedaría, de lámpara maravillosa (aunque sin genio). Ya tenemos solucionado el problema de las patas de la mesa que cojean y el de la calefacción. En aquel caso, lo penoso es la forma y el fondo. En este, lo mejor de todo es el fondo pecuniario. Bueno, tampoco es cuestión de exagerar. Hay muy buenas autoediciones, con poemas inmejorables, portadas estupendas y enmaquetados de película. Lo peor es que aquellas desdicen a estas ante el público lector.

Y, para colmo, estos poetas en ciernes se erigen como críticos literarios de sí y de los amigos. A ver, entiéndase, no hay mayor responsabilidad que hacer una reseña a un amigo, para bien o para mal. Si es para mal, pero razonado, el referido aspirante a crítico demuestra su amistad — y de paso su honestidad — al tomar nota de los defectos que se le apuntan. Y el referente mejorará al menos en esos aspectos. Pero si el amigo deja de ser amigo de aquel que le hizo la reseña, ¿dónde está la amistad, dónde la libertad de criterio? De todas maneras, en caso de que la reseña no siga el canon de adjetivación exacerbada, el reseñista también podría ganarse un enemigo o una enemiga que, para el caso, los unos y las otras mean por el mismo conducto.

Todavía peor que todo esto que les vengo contando, es cuando los poetas se ponen besucones y se dedican a festivalear con todo quinque. Y así te tropiezas con encuentros donde intervienen cientos de poetas de esta laya (incluso algunos considerados de altos coturnos), cuyo fin es alzar los fundamentos de una humanidad mejor y llenar de espacios los supuestos eriales, porque la poesía nos salva y blablá. Verdaderamente, los únicos invitados que se salvan de tanta lid son los que desistieron de tal invitación o aquellos que no fueron invitados por cualquier motivo. La cuestión es que en ese lugar de encuentro no nos vamos a encontrar a nadie más que no sea del ramo de juntaletras sin tino.

Hermanos míos, pero, ¡qué casualidad!, es el punto en que se encuentran los que más y los que menos.

Por último, iba a hablar de algunos premios literarios; pero, como yo no he estado en esos jurados — me niego rotundamente —, léase esta crónica paródica de mi corresponsal en las capitalidades:

«Llamada de teléfono de un miembro del jurado a un poeta participante en el concurso

—Oye, hermano: estamos a punto de fallar y, coño, no me acuerdo del título de tu poemario. Tampoco reconozco tu forma de escribir, pues me habías dicho que lo que presentarlas sería algo nuevo para sorprender, incluso, a mí. Bueno, dime el pseudónimo, que te olvidaste de darme esa importantísima clave. Con él me quedo más rápido. Dale, que fallamos en cinco minutos, cojones

—Mi pseudónimo es EL ENCHUFADO.

–Me cagó en Dios y en las mil vírgenes, te dije que no lo hicieras tan evidente. Pero no importa, la cosa va de enchufes. Empieza a festejarlo ya. Eres el nuevo Premio de Poesía…»

Y tú, que entraste despistado al jolgorio, me preguntarás: ¿y qué es poesía? Y otro tú, alguien más avispado que tú, que en su vida ha leído o escuchado un poema dirá: «vaya rollo ese de la poesía, con tanto lloriqueo, con cosas que no tienen pies ni cabeza». Y no lo dicen por no entender, muchas de estas personas entienden y saben bien de los misterios de la vida. Pero, a partir de ese momento ya van a confundir las cosas. Nadie les va a decir qué es buena poesía o qué no lo es.

Nada somos, nada tenemos y, así y todo, como el título de aquella novela tan poco leída del periodista Juan Cruz, la nada está hecha pedazos, está hecha gofio.

En fin, mañana hablaremos de los plagiadores y de los poetas apesebrados.

Antonio Arroyo Silva.

Equipo de Redacción

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