«Conversación al atardecer», relato de Andrés Canedo

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Publicamos un relato del escritor boliviano Andrés Canedo.

CONVERSACIÓN AL ATARDECER

─ Bueno, aquí estamos ─ le dijo el viejo Pedro a su compañero, tan viejo como él. Estaban sentados en la sala de la casa del segundo, mirándose frente a frente, con afabilidad, con ternura.

─ Suerte que nuestro idioma tiene el ser y el estar, que nos precisa las cosas y las situaciones. No sería lo mismo “aquí somos”, porque si bien, somos, aquí estamos y dentro de un rato ya no estaremos más, respondió Pablo.

─ Sí, no es lo mismo “ser enfermo” que “estar enfermo”.

─ Y nosotros, ¿somos o estamos enfermos?

─ Diría que somos lúcidos, que somos más claros que nunca. En este caso no somos ni estamos enfermos.

─ Lucidez y claridad que contrastan con este atardecer borroso. ─ Continuó Pablo, con su voz grave y ronca, producto de centenares de miles de cigarrillos─ ¿Es entonces el afuera el que está enfermo?

─ Sin duda que sí. Ya acordamos eso.

─ Es verdad. Lo bueno es que no concordamos con el afuera.

─ No sé cuán bueno será. Muchas veces, obligados por la vida, nos sumergimos en el afuera, que claro, no siempre es ni fue absolutamente malo. Hubo también, muchas cosas buenas─ agregó Pedro.

─ Las mujeres, por ejemplo.

─ Las mujeres, por ejemplo─ dijo Pedro con su voz más firme, con su mirada viva─. Aunque hubo buenas y malas, como nosotros mismos.

─ Es cierto. A veces hicimos daño, fuimos canallas en ese juego del vale todo. No imaginamos que podrían amarnos honestamente, y en eso la cagamos ─agregó Pablo mientras se iluminaban sus ojos detrás de la bruma producida por los años.

─ Juana, ¿por ejemplo?

─ Mira el ejemplo que vienes a sacar. Juana no nos amó. Pasó por nosotros como por decenas de otros más.

─ Pero me la quitaste.

─ No te la quité, porque ella no pertenecía a nadie. Ella solo se pertenecía a sí misma. Ella fue la que me sedujo, ya te lo dije mil veces ─enfatizó Pablo y su rostro, en el que todavía quedaba un esbozo de belleza de los años idos, pareció iluminarse de pronto.

─ Lo sé, ─respondió Pedro, y su boca ahora casi invisible, que antaño había sido un fruto tentador para multitud de muchachas, hizo un gesto que recordaba al de las máscaras de la tragedia─ pero en un balance final igual me cagaste. Yo la quería.

─ Te he pedido disculpas montones de veces, además, creo que te salvé, porque si no era yo, hubiera sido cualquier otro.

─ Claro que sí. Al poco tiempo ella también te cagó a ti. Pero era muy bella y uno quería retenerla. ¿Qué tal si nos tomamos un café? Un café, siempre vale la pena.

─ Es cierto ─respondió Pablo mientras se ponía de pie y revelaba, en el contraluz de la ventana, su cuerpo enjuto.

─ ¿Qué cosa es cierto? ¿Lo del café o lo de Juana?

─ Ambas. A mí también me dolió cuando se fue con el otro ─dijo Pablo desde el mueble donde estaba la cafetera eléctrica─. Pero el café, al menos, sigue siendo honesto.

─ ¿Y nuestras mujeres, nuestras compañeras en una etapa de la vida?

─ Ellas fueron honestas, complicadas, pero honestas. Nos hicieron daño, nosotros también se lo hicimos. A mí, bien lo sabes, la separación me dolió mucho ─manifestó Pablo, mientras le entregaba la taza de café y luego se sentaba.

Pedro saboreó el primer sorbo de la bebida. Luego bajó la cabeza y permaneció un rato en silencio Desde allí, en una voz casi cavernosa, dijo:

─ El cáncer que se llevó a María, fue una etapa de infierno. Como lo fue, durante largo tiempo, el después. Lo bueno es que tú estabas allí para acompañarme.

─ Como tú estuviste a mi lado, cuando se fue Alicia y yo quedé deshecho ─respondió Pablo desde una enorme ternura, mirando a su amigo directamente a los ojos.

─ Es que somos amigos de toda la vida. Sí, para qué negarlo, hubo cosas buenas.

─ Es cierto. En algunos momentos de nuestras vidas fuimos casi triunfadores. Digamos, el trabajo, para decir algo.

─ Bueno, tú escribiste algunos libros que recibieron maravillosas críticas, pero que no leyó casi nadie. Yo vendí algunos cuadros…

─ La verdad, es que no es mucho consuelo. Además, no tuvimos hijos.

─ No, no es consuelo. Y respecto de los hijos, sigo pensando si hicimos bien o hicimos mal. De haberlos tenido, tal vez ahora estaríamos acompañados. De haberlos tenido, quizá los hubiéramos puesto en este mundo de mierda a vivir el desconcierto y la casi desesperanza ─pronunció Pedro en tono de reflexión.

─ Pero, ¿es el mundo el que es totalmente una mierda, o es nuestra percepción distorsionada y limitada del mismo la que nos hace pensarlo así?

─ ¿Puedes conversar con alguien que no sea yo? Conversar, digo, no sobreponer monólogos. ¿Puedes salir a la calle de noche, tú, que eres un viejo de mierda, sin el riesgo de que te asalten para robarte los zapatos, el pantalón y la camisa? ¿Puedes creer en los políticos, en la justicia, en la equidad social? ¿Puedes ir al supermercado sin indignarte porque cada día te roban más? ¿Puedes aceptar, sin más, lo que te dice la televisión o tantas cosas que te pregonan por la computadora o el teléfono? ¿Puedes? ¿Puedes…? Sí, el mundo es una mierda.

─ Es cierto, no puedo, igualmente, aceptar la estupidez cotidiana, la violencia, el desamparo en la ciudad y en el planeta; pero, además, yo ya no puedo casi nada. Ni siquiera orinar durante diez segundos seguidos, por la puta próstata. Pero lo de viejo de mierda, guárdatelo para ti.

─ Ja, ja, ja. ¿Así que no eres, que no somos unos viejos de mierda?

─ Ja, ja, ja. Tienes razón. Somos unos viejos de mierda. Empezando desde los sueños. ¿Te acuerdas que en cada libro tuyo, tan poético, tan hondamente reflexivo, creías que por fin había llegado el momento, que a pesar de la ausencia de marketing y del país cada vez más analfabeto, pasarías a la inmortalidad, te convertirías en el nuevo príncipe de los ingenios, Pedro?

─ Ja, ja, ja. ¿Y tú, ¿querido Pablo, cuando en tu última exposición, frente a esa bella rubia que seguramente te querías levantar, que te hablaba de composición, de equilibrio, de formas y de masas, de mensajes ocultos, te creíste el nuevo Dalí? Y claro, yo te apoyé en tus sueños y coincidí contigo en los deseos de cogerme a la rubia, pero al final sólo vendiste dos o tres cuadros de las cuarenta pinturas expuestas.

─ Me acuerdo, sí, ja, ja, ja. Fui tan cojudo que me pasé una semana esperando la llamada de la rubia, no tanto con la esperanza de venderle el cuadro que ella dijo admirar, sino de tirármela. Y claro, la llamada nunca llegó. Creo que eso me dolió tanto como las pinturas nunca vendidas, y yo, fui tan imbécil como para no pedirle su teléfono, aunque no sé si eso hubiera cambiado las cosas.

─ Y yo también, ¡qué imbécil!, cuando esa estudiante de literatura, joven y bella, venía a que le explique mis textos y a leerme las idioteces que ella escribía, aguanté dos semanas sus lecturas, observando inútilmente el momento en que se produjera la magia y ella abriera las piernas, lo que, por supuesto, no se produjo. Ja, ja, ja. ¡Qué gran cojudo!

─ Pero dime, más allá de las ganas de coger, que siempre son válidas, no sería que a pesar de la falta del mercadeo, no obstante de la no pertenencia a los cenáculos de las vacas sagradas, ¿no sería que nuestras obras, en realidad, no valían nada o, al menos, no lo que nosotros creíamos respecto de ellas?

─ Sí, es posible, ja, ja, ja. Es posible que estuviéramos completamente engañados, y que lo que en realidad era una mierda, eran nuestros trabajos.

Ja, ja, ja. Ambos ríen a dúo, sus figuras arrasadas por los años se ven nítidas en la luz muriente que se cuela por la ventana. Ambos se han parado y se retuercen de la risa. Se detienen, se miran el uno al otro y vuelven a reírse. Una, y otra, y otra vez, hasta que finalmente se detienen, se acercan, se abrazan, se comunican hondamente.

─ Yo, Pedro, trabajé con toda mi honestidad y mi pasión. Sólo que la cosa no pudo ser ─le dice Pablo, casi al oído─. Pero eso, ya no es importante. Lo terrible es todo lo demás.

─ Yo, Pablo, también entregué mi pasión en cada sueño, en cada gesto. Pero, claro, la cosa no pudo ser. Y aunque todo eso ya no sea importante, no creo que nuestro trabajo no haya valido nada, creo que el mundo es realmente una mierda.

─ No es lo mismo creer que saber.

─ Sí, eso lo sé.

Vuelven a sus sillas, se miran hondamente y de pronto un nuevo ataque de hilaridad hace presa de ellos y se ríen y se ríen hasta que la risa termina con sollozos y esbozos de llanto.

─ Se supone, amigo, que no deberíamos reír, se supone que este es un momento serio ─dice Pablo.

─ Tienes razón ─dice Pedro.

Pedro mira su reloj, intenta ponerse grave, y habla, mientras los ojos de ambos se encuentran, con inusitado brillo, con derroche de ternura:

─ Ya es la hora. ¿La trajiste?

─ Sí, seguro, aquí está ─dice palpándose el bolsillo─. ¿Y tú?

─ Desde hace algunos días, siempre está conmigo. Aquí está ─dice mientras saca del pantalón una pistola negra que resplandece en la luz del anochecer.

─ Entonces, ¿vamos?

─ Claro que sí, amigo del alma. Vamos.

Se tomaron un instante de las manos, esas manos que se habían empeñado en crear belleza, esas extensiones de sí mismos que habían acariciado pieles de mujeres hermosas y no tanto, esas prolongaciones de sus almas que también habían palpado el horror y la noche. Luego, cada uno tiene una pistola en la mano y se la lleva a la sien, y allí las armas se asientan como negras mariposas nocturnas flotando contra la luz que muere. El estruendo de los dos disparos, casi simultáneos, se disimula con el de los autos que pasan incesantemente por la calle. El ruido de los cuerpos al caer, sobre el piso de la sala, es aun, más amortiguado.

Andrés Canedo

Equipo de Redacción

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