Consentir o no consentir en verdad no había dilema; por Alma Karla Sandoval

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Alma Karla Sandoval reseña El consentimiento, libro de Vanessa Springora, de cara a la ley «solo sí es sí» que acaba de pasar en España.

No todas las personas entienden lo mismo por consentimiento. Han intentado transformar esa palabra en algo más: en un galimatías, un laberinto, una confusión interminable, un discurrir bizantino para negar o enturbiar tres vocablos: no es no. Se trata de una lógica declaratoria tripartida que ha deshecho el patriarcado educando “sentimentalmente” a los varones diciéndoles: “Cuando ellas dicen que no, en verdad lo único que desean es que les ruegues, que insistas. No te des por vencido, ve con todo, arrebata, imponte, eso es ser hombre”. No, eso es ser macho y poseer una mentalidad legitimada durante siglos hasta que el feminismo la cuestiona, la escracha, la fragmenta. Hace poco se publicó una novela titulada precisamente, El consentimiento. La autora, Vanessa Springora, de pluma tan ágil como ácida, cuenta la historia de una joven de trece años que se enamora de un escritor de cincuenta celebrado y felicitado por la crítica e incluso por cierto presidente de Francia. Esa fama viene junto con la de pedófilo gracias a la obra donde el autor se jacta de sus viajes a Manila donde paga por sexo a niños de once años.

“Cuando ellas dicen que no, en verdad lo único que desean es que les ruegues, que insistas. No te des por vencido, ve con todo, arrebata, imponte, eso es ser hombre”.

     La joven que narra la historia da fe de cómo en los años setenta los más grandes intelectuales franceses del momento firmaron cartas de apoyo a colegas acusados de mantener relaciones sexuales con menores de edad. Asimismo, analiza con lupa lo que ella llamaba su amor (romántico, por supuesto) por un hombre que, en su opinión, no era el depredador sexual que todos señalaban. Así describe sus emociones en plena fase inicial de la captura: «Él está sentado a la mesa, en un ángulo de cuarenta y cinco grados respecto de mí. Una presencia evidente. Un hombre guapo, de edad indeterminada, aunque totalmente calvo, con una calvicie muy cuidada que le da cierto aire de bonzo. Su mirada no deja de espiar cada uno de mis gestos, y cuando me atrevo por fin a girarme hacia él, me sonríe. Desde el primer instante confundo su sonrisa con una sonrisa paternal, porque es una sonrisa de hombre, y ya no tengo padre. A fuerza de respuestas socarronas y citas siempre oportunas, el hombre, que, como rápidamente me doy cuenta, es escritor, cautiva a su público. Conoce al dedillo los códigos de las cenas mundanas. Cada vez que abre la boca estalla una carcajada general, pero siempre detiene en mí su mirada, divertida e intrigante. Jamás un hombre me ha mirado así.»

      Consciente de la disonancia cognitiva, el gaslighting, de la inmadurez psicoemocional, del síndrome de Estocolmo, el imperio del agrado, la herida narcisista y la huella de orfandad, todo junto como un gordo caldo de cultivo, que la chica padeció, prepara con el jugo del lenguaje su propia cura: escribe lo que el escritor abusivo no le permitía, rompe el silencio, observa desde la distancia y el lugar acertados para cuajar un punto de vista sobresaliente porque permite sin victimismos entender que ella consintió debido a un entramado de situaciones más complejas de la que pensamos, pues aún cuando la víctima jure, grite a los cuatro vientos que adora a su captor, se desvista por decisión propia y acepte cualquier tipo de comercio sexual, los resortes del cómo, del porqué se desea lo que desea, en qué términos, son claves para comprender que consentir es una operación primero de la mente antes que el cuerpo en casos donde el enamoramiento es tal que, por ejemplo, una Gloria Trevi permitió a su alrededor la instauración de un clan de jovencitas abusadas todas por su representante. No en balde le llaman perversión de menores a lo que ellas o ellos creen es lo mejor que pudo ocurrirles. De ahí que la ley levante muro, marque un límite ante la ambigüedad o confusión del consentimiento que se da por medios casi siempre macabros porque una relación donde el poder de una de las partes se impone, ya sea por la condición etaria, socioeconómica, laboral o familiar, no puede ser una relación legítimamente consentida.

     Vanessa Springora escribe un libro donde la voz de la narradora desmenuza esos matices con amargura proveniente de la lucidez, pero también con la serenidad de quien entiende lo que el tiempo logra hacer con los significados; hasta hace unas tres décadas nadie se atrevía a discutir con seriedad o a insistir lo suficiente sobre las violaciones repetidas dentro del matrimonio de las que muchas mujeres son objeto, “para eso es mi mujer”, sostienen. Por otro lado, robarse a la novia, llevársela “a la mala” era una práctica por la que luego se pedía perdón a la familia y eso era todo, los casaban y listo. Algunas de ellas ya esperaban un hijo, con eso el cautiverio quedaba sellado.  Entre lo que Simone de Beauvoir llamó “la tiranía de la especie”, es decir, los ciclos de menstruación-embarazo-lactancia-menopausia, la esclavitud del trabajo doméstico, la educación judeocristiana de la cual se deriva la imposición erotizada  del amor romántico, de la familia como destino biológico y único proyecto de existencia que una mujer puede elegir, ellas no tienen espacio ni tiempo para cuestionarse si eso querían, si cuando dijeron que sí en verdad se afirmaban corriendo gustosas el riesgo de ser anuladas. Habrá quienes abrazaron un sí floreciente, las mujeres con estrella que decidieron la dicha de ser madres y que reivindican con su plenitud la maternidad elegida, no impuesta. Sin embargo, muchas otras no poseen ese sino, no consienten, agachan la cabeza, se resignan como bien acusa la etimología. En nombre de ellas muchos países de avanzada están por fin legislando sobre el consentimiento para evitar caer en las arenas viscosas del “dijo que no, pero era un sí”, “no sabía que debía preguntar”, etc. Esta victoria que acaba de darse en España y que en México se traduce en otras conquistas como la ley Olympia o la ley Ingrid, obedece a la necesidad de retirar la niebla de nuestros paisajes psíquicos, de nuestro horizonte cultural que no puede seguir dándole cabida al patriarcado. De todas maneras, la secuencia histórica de los hechos seguirá rebasando las resistencias, el gatopardismo de siempre, la neopatriarcalización de nuestra vida cotidiana que podemos deconstruir con micropolíticas potentes del tamaño de dos letras: no.

Equipo de Redacción

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