Breve nota sobre la mujer que entró en la muerte, por Alma Karla Sandoval

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En la última columna del año, Alma Karla Sandoval recuerda la escritura de una de las mejores cronistas del presente, Joan Didion, quien viajó más allá de la vida antes de despedirse».

Breve nota sobre la mujer que entró en la muerte

Ella escribe sobre sándwiches de pepino y berros sin corteza. Los preferidos de su hija, tanto, que los sirvió en la boda que a ambas las marcó. Ella es capaz de abrir un libro describiendo los crepúsculos interminables y azules del solsticio de verano en Nueva York. Supera, hay que decirlo, a Paul Auster cuando este hace referencia a la luz de la llamada Manhattanhenge[1] en ese lugar. Ella sabe que una noche azul es la nave memoriosa que la lleva hasta el close up de los jazmines de Magadascar en la trenza de Quintana, la única hija que tuvo y que perdió. Digo close up porque cuando quien hace crónica aprovecha sus dotes de guionista, además de lo leído, de lo observado, obtiene una escritura elegante, una sofisticación del tono que hechiza. Ella, al recordar, convierte en filigrana su biorritmo. Mira el lenguaje despacio, como Emily Dickinson, hasta hacerlo brillar.

      Ella se llamaba Joan Didion.

      Todo el que la lee regresa transformado como de un intenso viaje, como de ver una película de esas que tuercen el rumbo. Todo el que la lee comprende algo, por ejemplo, que para algunos objetos no existe una solución satisfactoria. Quizá por eso escribe, para diseñar algo, un libro como cofre donde guardar lo que encontraba sintiendo las cosas. Escritura de psíquica, vidente, de quien hace vivir a los muertos: «Llevo toda la vida siendo escritora. Y en calidad de escritora, ya de niña, mucho antes de que empezaran a publicar lo que escribía, desarrollé la sensación de que el significado residía en los ritmos de las palabras, las oraciones y los párrafos, técnicas para ocultar lo que fuera que yo pensaba o creía detrás de una pátina cada vez más impenetrable. Mi forma de escribir es mi forma de ser, o la forma en que he acabado siendo…», confiesa en El año del pensamiento mágico, la gran obra donde cuenta la vida junto John Gregory Dunne, el escritor estadounidense con quien contrajo matrimonio, una de las plumas más respetadas de la revista Time, y compañero de Didion hasta la muerte.

     ¿Será que morir no interrumpe nada?

     Al menos no para esta autora con el valor necesario para narrar los últimos momentos junto a él en medio de las hospitalizaciones por la enfermedad pulmonar de Quintana. Eso, el corazón y los pulmones, órganos que ya no le respondieron a esa familia. Hasta hace poco quedaba ella. Ella otra vez sobreviviendo ladrillo a ladrillo o párrafo a párrafo para convertir su memoria en nuestra herencia. Y es que fue una cronista capaz decir que en las fiestas de los setenta en California ocurría de todo, pero que la imagen de una jeringa aún chorreando droga debajo de la cama de la pequeña Quintana, la hizo reaccionar. Tiempos locos y duros. Tiempos que ella, con su baja estatura, su bajo peso, dejó ordenadamente descritos.

       Siempre iba al corazón de una escena.

       Según Annabelle Dunne, su sobrina Joan era siempre la misma dentro y fuera de la página. Por eso no enfrentó la soledad real hasta que tocó la magia de ese año. O, mejor dicho, la magia la abrazó transformada en una obsesión sobre la experiencia dolorosa de la pérdida. He ahí el poder devastador del duelo: nos cambia en lo más hondo. En entrevista para El País, comentó que no estaba preparada para la muerte, que era una tierra incógnita. «No había mapas para adentrarse. Comprendí que me obligación era romper el sortilegio y entrar, aunque fuera a ciegas»:

     También contó que en su mente suele escuchar retazos de poemas.

      2003, ese fue el año. Diciembre, el mes cuando luego de visitar a su hija, que se encontraba en coma en un hospital neoyorkino, el cónyuge caía fulminado por un ataque al corazón. Pasó un poco antes de cenar, delante de ella, «la vida cambia de prisa. La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba», escribió.

     Esa historia tiene una coda cruel, explica el comunicador Eduardo Lago: «Cuando su hija recuperó la conciencia, Joan Didion pasó por el doloroso trance de comunicarle la noticia de la muerte de su padre. Aparentemente, recuperada, Quintana Dunne asistió a una ceremonia funeraria celebrada en la catedral de San Patricio y al cabo de unos días se desplazó en avión a California, su lugar de residencia habitual. Pero poco después de tomar tierra en el aeropuerto de Los Ángeles le sobrevino una embolia pulmonar que exigió su internamiento en cuidados intensivos».

      Luego el azular de la vida.

      Luego las palabras brillando cada vez más o abriéndose, para cerrarse, como la noche: «Ya no quiero recordatorios de lo que fue, de lo que se rompió, de lo que se perdió y de lo que se echó a perder». Sin embargo, la crítica celebró que la viuda rompiera el tabú gringo de hablar sobre la muerte. Lo logra con claridad, economía y sencillez mientras se rehúsa a tirar los zapatos del esposo creyendo que, si los conservaba, él volvería por ellos.

     Fue ella quien volvió con dos libros en las manos. Se fue a esa tierra, por fin mapeada, el 23 de este diciembre.


[1] Cuando la puesta de sol se alinea perfectamente con la recta que dibujan las cuadriculadas calles de Manhattan, y por el cual se puede ver, como solo ocurre en contadas ocasiones al año, la caída del sol en la isla sin que ningún edificio la tape.

Alma Karla Sandoval

Columnista

Equipo de Redacción

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