Avance de Comando Rosario, un libro en ciernes; por Alma Karla Sandoval

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Rosario Castellanos sentía que escribía pésimo. Almudena Grandes, insegura, tenía que recordar lo que le dijo Bryce sobre su dominio del anywere. Alejandra Pizarnik no daba un peso por sus letras. Tres ejemplos de los muchos que hay porque así como nos adoctrinan para odiar nuestros cuerpos, también para desconfiar de nuestra voz. Ocurra lo que ocurra, nunca eres lo suficientemente delgada ni consigues todos los premios ni vendes todos los libros necesarios para disfrutar el mundo, para ser aceptada por completo.

Avance de Comando Rosario, un libro en ciernes

Rosario Castellanos sentía que escribía pésimo. Almudena Grandes, insegura, tenía que recordar lo que le dijo Bryce sobre su dominio del anywere. Alejandra Pizarnik no daba un peso por sus letras. Tres ejemplos de los muchos que hay porque así como nos adoctrinan para odiar nuestros cuerpos, también para desconfiar de nuestra voz. Ocurra lo que ocurra, nunca eres lo suficientemente delgada ni consigues todos los premios ni vendes todos los libros necesarios para disfrutar el mundo, para ser aceptada por completo. Algo te hará falta y alrededor de esa carencia te harán girar. Tú no pediste las zapatillas rojas ni las calzaste por elección y aunque hubieras elegido esos tacones, el castigo no cambia. La primera infracción que cometiste no lleva tu nombre, pero te han hecho creer que sí. No fue masticar el fruto negado, pasar a los hechos y sentirte dios, sino dialogar con la serpiente. Esto es, que charlaras con alguien de igual a igual, ya fuera ángel o demonio, que te dejaras convencer por el habla y luego persuadieras al primer hombre con tu conversación.

Rosario Castellanos sentía que escribía pésimo. Almudena Grandes, insegura, tenía que recordar lo que le dijo Bryce sobre su dominio del anywere. Alejandra Pizarnik no daba un peso por sus letras. Tres ejemplos de los muchos que hay porque así como nos adoctrinan para odiar nuestros cuerpos, también para desconfiar de nuestra voz.

     Por eso gustamos cuando estamos calladas, porque no hay peligro ni poder en nuestra lengua. Ya es suficiente con ser un útero gestante, así que crear un mundo sin necesidad de su semilla, uno a tu imagen y semejanza, de palabras hijas del manzano, no se puede soportar. Hay que hacerte sentir culpable, desmedida, incapaz o soberbia. Es necesario castigarte porque quieres figurar donde no te corresponde, no vaya a ser que descubras que tu lenguaje es partenogénesico, es decir, se reproduce solo y en soledad contigo una vez que has hablado con tu carne y con el mundo, que los has polinizado.

     Por ende, la misión es oponer a tu jardín cerebral, a tu potencia, un relato desvalido. Debes comprar la versión de que no tienes lo suficiente, de que sin el otro estás castrada, esa flor carnívora que te mueve por dentro no debe atraer moscas ni más palabras para alimentarse. Ocultarte en el silencio significa, antes que nada, ponerte en contra de ti misma y de las otras, que ellas se distancien también, que no confiesen, que se vayan tan lejos de su deseo que no alcancen a oírse, a conversarnos. Pero si se atreven, si burlan esas primeras violencias, vendrán otras hasta besarte con gusanos en la boca para que la mariposa que invitó Neruda a uno de sus románticos poemas clausure tus labios de una vez y para siempre, para que te convenzas de que lo bueno, lo bello, lo sano, de lo que sí te corresponde: callar, soltar la pluma o sufrir inmensamente al sostenerla. Así les das ventaja.

     ¿Tienen idea del sadismo con el cual Leopoldo Lugones se burló de Alfonsina Storni?, ¿alguien puede describir el miedo de Emily Dickinson a que alguien más le revisara los poemas?, ¿y la desesperación de María Luisa Bombal, de la mismísima Sor Juana al quedarse sin papel? No en balde Hernán Cortés le llamaba a Malitzin “mi lengua”. Convertirla en la gran traidora, en la villana de la Conquista de México por su habilidad con el lenguaje es un escarmiento histórico para quienes traducen o son intérpretes, es decir, seres que de por sí hablan con los demás acercándolos, uniéndolos.

     Una escritora interpreta el mundo, admite o no la realidad creando artefactos que parten de ella o la rechazan. Y sí, también traiciona al patriarcado como Laura, el excepcional personaje protagónico de “La culpa es de los tlaxcaltecas”, ese cuento de Elena Garro donde una ama de casa burguesa e infiel se fuga con un indio a otro espacio y otro tiempo, el de la caída de la gran Tenochtitlán. Según Lucía Melgar, en más de un sentido, la obra de Garro anula las etiquetas: no fue sólo precursora del realismo mágico, creó una obra de corte feminista, aunque sus protagonistas sean rebeldes fracasadas, criticó antes que otros la traición de la revolución popular y el espejismo de la modernidad. Por si fuera poco, también percibió en su exilio el destino de millones más, desde ahí sentía que escribía para nadie.  Murió en Cuernavaca sin grandes, mediáticos homenajes en vida. Igual que Ana María Matute a cuyos funerales asistieron, si acaso, treinta personas. Los avatares de estas gigantas de la literatura en Iberoamérica pueden disuadir a cualquiera que esté pensando en dedicarse a la escritura.

     Catalogadas como locas, raras, lesbianas, feminazis, el sistema patriarcal se las arregla para que incluso antes de poner una palabra después de otra, duden de su talento. Y si no, lo hagan después de “perpetrar ese crimen”. Cada vez que la enorme Olga Orozco terminaba un libro decía, «creo que nunca más voy a escribir, que soy un blof». Si hasta la profundísima bruja de la poesía latinoamericana padeció el síndrome de la impostora, ya se imaginarán. Es difícil no caer en la trampa de ese trastorno, Elisabeth Cadoche y Anne de Montarlot, explican en qué consiste:

[…] Con el síndrome de impostura estamos en una variante delicada y perversa que se puede describir de la siguiente forma: cuanto más éxito tiene la persona, más duda de lo que ha conseguido. Es ahí donde reside el dolor de este fenómeno: persiste y se alimenta, paradójicamente, de los logros que la persona puede acumular. Cuanto más presente está el éxito, más crece el sentimiento de ansiedad.

[…] Con el síndrome de impostura estamos en una variante delicada y perversa que se puede describir de la siguiente forma: cuanto más éxito tiene la persona, más duda de lo que ha conseguido. Es ahí donde reside el dolor de este fenómeno: persiste y se alimenta, paradójicamente, de los logros que la persona puede acumular. Cuanto más presente está el éxito, más crece el sentimiento de ansiedad. Triunfar aprisiona a la persona en un círculo vicioso y la incita a pensar de forma sesgada: «¡Uf! He engañado de nuevo a todo el mundo sin que me hayan descubierto; me he salido con la mía esta vez». Las pruebas visibles concretas de éxito se desbaratan de manera sistemática, incluso se critican. Cuando se necesita una dosis de duda de uno mismo para tener una visión objetiva, el sentimiento de impostura impide a la persona aceptar sus logros y ¡la convence incluso de lo contrario! Siempre piensa, por tanto, en engañar a todos respecto a su «verdadero» grado de aptitud e inteligencia. El cóctel perfecto para fortalecer su angustia. Esta es además la razón por la que este síndrome de impostura afecta a menudo a las personas brillantes.

     Como vemos, a más luz, más sombra en la autoconfianza, la cual hace posible, mediante angustias, conductas erráticas, procastinación, la autoprofecía cumplida del no soy suficiente, no merezco estos logros y ya está: no los obtengo o dejo de conseguirlos. Freud habló de esto en su ensayo “Los que fracasan al triunfar”. La mezcla de genio, depresión, triunfo, vacío se vuelve patológica, es la consecuencia de una equiparación inconsciente entre el éxito en la adultez y una supuesta victoria sobre el progenitor del sexo opuesto, en la niñez.  El éxito real en la vida adulta deberá ser luego sancionado como si se tratara de un crimen edípico, con su consecuente sentimiento de culpa. Esto tiene su fundamento en la sexualidad infantil y el Complejo de Edipo. Si hemos tenido la macabra sensación de que “esto es demasiado bueno para ser verdad”, enfrentamos ese problema. Se dice que la esencia del éxito consiste en haber llegado más lejos que el propio padre, lo cual está prohibido. De allí el intenso sentimiento de culpa y la necesidad de “pagar” por ello. Lo paradójico reside en que, mientras la gente busca tener logros por sus consiguientes sentimientos de satisfacción y placer, lejos de producir alegría, algunas personas, una vez obtenida la realización de sus deseos, comienzan a sentir ansiedad, se desorganizan o bien se enferman somáticamente y no se tranquilizan hasta haber hecho añicos tales logros[1]. A veces, por desgracia, es tan grande el triunfo que las impostoras fracasan, rotundamente, cuando se suicidan. Algo que al patriarcado aplaude sin esconder su beneplácito, es más, esas heroínas trágicas de la literatura se nos ponen de ejemplo. Pero no es necesario llegar a esa muerte literal, concreta, por agua, por fuego, por aire o por tierra.

      No pienso sólo en Virginia Woolf, Alfonsina Storni, Silvia Plath, Anne Sexton, etc. Existen muchas maneras de desaparecer, el silencio es una de ellas. Ahogar la voz es pisotear la pulsión de vida cuando el talento es una hoguera constante que no nos deja vivir. José Gorostiza se refirió a la inteligencia como una soledad en llamas. Muchas mujeres optan por la compañía venenosa cuya estupidez les quiebra la voz y les arrebata aire, por miedo a ser ellas mismas, a ocupar un lugar propio, a tomar la potestad de su cuerpo sin importar lo que diga el mundo de su anatomía, de su personalidad y sus registros. No quieren dar combate.

     Y sí, ya sé que las feministas deberíamos erradicar ese lenguaje bélico de nuestros discursos, pero no lo creo posible cuando se trata de defender nuestra obra y nuestros cuerpos libres. Respeto la posición de Marcela Lagarde con sus banderas blancas, pero de lo que estoy hablando aquí es de la lucha entre la mujer y sus silencios, no de salir a poner bombas o exponernos para facilitarles nuestra desaparición. Claro que nos queremos vivas, pero no silentes. Recuerdo a Julio Cortázar diciendo, luego de la decepción de la utopía revolucionaria en Cuba y el caso Bonilla, que más nos vale ser los Che Guevara del lenguaje para seguir vivos. Nosotras sabemos qué batallas valen la pena y cuáles no; hasta cuándo es suficiente. Por lo regular, cuando se ha escrito hasta que el alma pide un descanso, una bocada de jardín, de playa, de cerro floreando, de desierto o de parque para pensar y sentir, de nuevo, que eso debe escribirse, que eso también es una fuga, un barquito de Tatuana.


[1] Tomado del blog “La audacia de Aquiles”, firmado por Aquileana.

Consultado el 9 de noviembre de 2021.

Alma Karla Sandoval

Columnista

Equipo de Redacción

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