Atravesando la ciudad en llamas; por Guillermo de Jorge

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Guillermo de Jorge, con motivo del cuarenta aniversario de la instauración de la democracia en España, hace una reflexión de la evolución de esta desde la transición a nuestros días y se plantea la posibilidad de un cambio.

Este año se conmemora el cuarenta aniversario de la instauración de la Democracia en España. Cuarenta años en los que hemos dejamos de agitar el dolor oculto empuñado en las pupilas, en los pechos a quemarropa que arrastraron el largo aullido de la tormenta. Hace cuarenta años ya que pactamos trémulos sobre los labios el último juramento.

Sin embargo, quizás esta nueva moda de desdeñar el pasado –algunos auguran los vestigios de los viejos imperios al borde del abismo- se deba también al olvido y al maltrato de nuestra historia más reciente, donde Adolfo Suárez se ha convertido en un insulso y aislado aeropuerto, donde se ha convertido a Felipe González en un señor asiduo a la cal y a las cunetas. Hemos perdido el norte. Hemos perdido los viejos héroes de la memoria y ahora sólo los claustros desiertos salen núbil a recibirnos.

La transición se ha quedado como un ejercicio de arqueología. Las personas que fueron los partícipes de aquel logro son paseados como si a una feria de ganado se fuesen. Recuerdo entonces el rosto de mis abuelos, evocando una infancia entre trincheras, obuses y cartillas de racionamiento. Nuestros muertos en las zanjas. Los monumentos al genocidio que aún quedan en pie, mientras que sus águilas imperiales huelen a muerte. Ahora sobre sus restos me pregunto qué debo de hacer para honrarles, mientras mantengo todo este dolor entre las mandíbulas.

Alguien contó azules los días que nos esperaban y el presente nos advirtió que la democracia en la que un día creímos se postuló también para servir a los intereses de las grandes empresas, cambiando patria por patrimonio, cambiando ciudadanos por esclavos, vendiendo la memoria y la dignidad a cualquier precio, al mejor pujante, al mejor holding. Esgrimiendo la lucha de los imperios, con el mismo vacío que hoy en día carga un padre o una madre cuando al llegar a casa tan sólo una cebolla en el frigorífico aguarda.

La sociedad atravesando la ciudad en llamas percibe que la democracia es un derecho que se adquiere cuando uno nace. Pero ha olvidado que las cosas aunque se posean, hay que seguir manteniéndolas, hay que seguir luchando por ellas. Con la humildad y la dignidad que se merece, con el compromiso y la responsabilidad que se espera.

Hoy hace cuarenta años que se instauró la democracia y algunos siguen empeñados en quitarnos el único pedazo de pan que aún nos podemos llevar a la boca. Es lo único que nos pertenece, es lo único que nos queda. Que no nos lo quiten aquellos que por defender ni siquiera la han defendido, ni la han sabido defender. Que el dolor no sea la mordaza con la que someter a todos los hombres de nuestros pueblos.

Este año se conmemora el cuarenta aniversario de la instauración de la Democracia en España. Cuarenta años en los que hemos dejamos de agitar el dolor oculto empuñado en las pupilas, en los pechos a quemarropa que arrastraron el largo aullido de la tormenta. Hace cuarenta años ya que pactamos trémulos sobre los labios el último juramento.

Sin embargo, quizás esta nueva moda de desdeñar el pasado –algunos auguran los vestigios de los viejos imperios al borde del abismo- se deba también al olvido y al maltrato de nuestra historia más reciente, donde Adolfo Suárez se ha convertido en un insulso y aislado aeropuerto, donde se ha convertido a Felipe González en un señor asiduo a la cal y a las cunetas. Hemos perdido el norte. Hemos perdido los viejos héroes de la memoria y ahora sólo los claustros desiertos salen núbil a recibirnos.

La transición se ha quedado como un ejercicio de arqueología. Las personas que fueron los partícipes de aquel logro son paseados como si a una feria de ganado se fuesen. Recuerdo entonces el rosto de mis abuelos, evocando una infancia entre trincheras, obuses y cartillas de racionamiento. Nuestros muertos en las zanjas. Los monumentos al genocidio que aún quedan en pie, mientras que sus águilas imperiales huelen a muerte. Ahora sobre sus restos me pregunto qué debo de hacer para honrarles, mientras mantengo todo este dolor entre las mandíbulas.

Alguien contó azules los días que nos esperaban y el presente nos advirtió que la democracia en la que un día creímos se postuló también para servir a los intereses de las grandes empresas, cambiando patria por patrimonio, cambiando ciudadanos por esclavos, vendiendo la memoria y la dignidad a cualquier precio, al mejor pujante, al mejor holding. Esgrimiendo la lucha de los imperios, con el mismo vacío que hoy en día carga un padre o una madre cuando al llegar a casa tan sólo una cebolla en el frigorífico aguarda.

La sociedad atravesando la ciudad en llamas percibe que la democracia es un derecho que se adquiere cuando uno nace. Pero ha olvidado que las cosas aunque se posean, hay que seguir manteniéndolas, hay que seguir luchando por ellas. Con la humildad y la dignidad que se merece, con el compromiso y la responsabilidad que se espera.

Hoy hace cuarenta años que se instauró la democracia y algunos siguen empeñados en quitarnos el único pedazo de pan que aún nos podemos llevar a la boca. Es lo único que nos pertenece, es lo único que nos queda. Que no nos lo quiten aquellos que por defender ni siquiera la han defendido, ni la han sabido defender. Que el dolor no sea la mordaza con la que someter a todos los hombres de nuestros pueblos.

Guillermo de Jorge

Equipo de Redacción

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