«Arjé, música y poesía»; por Tina Suárez Rojas

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Presentamos «Arjé, música y poesía»; por Tina Suárez Rojas.

Hablemos claro: Antonio Arroyo Silva es de esos poetas que no cesan, como el rayo de Miguel, de los que nos ponen la palabra viva de poesía, al alcance de la emoción pero también de la reflexión. Me gusta pensar que ha mantenido y mantiene –a lo largo de su abundosa producción- un compromiso insobornable con el lenguaje poético. En ese aspecto es un poeta comprometido –entiéndaseme bien-, un poeta que escribe con el compromiso, con la responsabilidad propia de aquellos que le hacen la guerra al silencio porque inauguran el mundo cada vez que lo nombran. Me consta que eso es al final lo que pide o lo que espera todo buen lector de poesía, ese fiat lux que consiga hacer resplandecer el lenguaje en medio de las tinieblas. Y hablando precisamente de cómo el Logos fue -primero para Heráclito de Éfeso y siglos después para Juan de Patmos- el arjé, el origen, la génesis, el principio de todo, pues nos brinda Antonio Arroyo Silva, como si de un pequeño dios se tratara, su Música para un arjé (Ediciones La Palma, 2020). A mí, que me fascina la etimología grecolatina, como uno los pilares más importante de nuestro idioma, me parece que arjé  es un término lo maravillosamente arcano como para sugerir que la creación poética, igual que la creación del mundo, sigue siendo ese «gozoso misterio que se resiste a ser resuelto»(Ida Vitale).

          El libro se vertebra en siete partes y el título de cada una de ellas introduce un término asociado a un determinado texto o pieza musical: Introito, bolero, rapsodia, balada, lied, madrigal y finalmente spleen, una palabra que ya es inmanente a la naturaleza de la poesía, como todos conocemos, y que a pesar de no estar vinculada al mundo de la música puede perfectamente representar ese sonido interior, cercano a la disonancia, a la atonalidad, ese sonido de fondo que define nuestros íntimos desasosiegos. En la contraportada se nos dice que el poemario toma estructura de sinfonía en las cuatro últimas partes o, para ser más precisos entonces, en los cuatro últimos movimientos y que estos -a su vez- hacen referencia a los cuatro elementos naturales que los filósofos clásicos establecieron como arjé. Las citas de Tales de Mileto en Balada del agua, la de Anaxímenes en Lied del aire, la de Heráclito en Madrigal del fuego y la de Lucrecio en Spleen de la tierra, sirven de presentación a ese conjunto de poemas. Pero no solo citas filosóficas, hay cabida también para la palabra del poeta (representada en Lezama Lima), la del músico (en Roberto Cantoral) y la del narrador (en Carlos Fuentes). Les decía que el poemario se divide en siete secciones. Es más, todas estas secciones –excepto la primera, el Introito- constan igualmente de siete poemas. Si «el buen dios está en los pequeños detalles», como así lo reconocía ese grandísimo historiador que fue Aby Warburg, entonces para ese pequeño dios que es el poeta, y Antonio Arroyo Silva lo es, esta elección numérica del 7 no responde a la causalidad. Me explico: sabemos que el arjé de los pitagóricos era el número; el ser, la forma y la acción de todas las cosas, la mecánica del universo eran definidos por su representación numérica. El siete, en concreto, era para Pitágoras el número demiúrgico por excelencia porque representaba la perfección y esa perfección, según esta corriente filosófica, podía hacerse extensible al hombre si armonizaba su alma con el ritmo musical de las siete esferas celestes, que eran en aquel entonces los siete cuerpos celestes conocidos en la época: el sol, la luna y los cinco planetas visibles (Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno). He llegado a convencerme de que tras esta distribución de secciones y poemas que van precisamente de siete en siete (tal que la escala musical) existe la solapada intención de que percibamos no el de las esferas pero sí el sonido de la escritura, más allá de la mera ilación de las palabras… Al fin y al cabo, el propio Borges admitía que un poema, o un verso, además de imágenes y de palabras, «es un sistema de cadencias del todo inaccesible a la mera lógica e indescifrablemente secreto». Quisiera incidir especialmente en lo de «sistema de candencias», porque hay un ritmo interno y una sonoridad -a la que no es ajeno el verso libre- y que trazan el cuerpo del lenguaje poético en la mayoría de estos textos de Música para un arjé. Se descubre enseguida la complacencia del poeta en el uso del endecasílabo, cuya recurrencia es predominante, lo cual se justifica al tratarse de un verso -en lo que a las técnicas de versificación se refiere- cuya prosodia tan versátil ha generado tradicionalmente efectos sonoros y rítmicos que no pasan inadvertidos y además admite toda una suerte de juegos combinatorios, Antonio los alterna sobre todo con versos de arte menor (heptasílabos y pentasílabos) pero también alejandrinos. La poesía es, qué duda cabe, poiesis lingüística y hay en ella un «sonido residual»–como lo llamaba Pound- o si se prefiere, una música callada que articula su lenguaje y de la que Antonio Arroyo Silva, creo, no ha querido prescindir.

          Volviendo a la magia de la etimología, los latinos utilizaban la palabra versura pare referirse al punto final en que el arado da la vuelta para dar comienzo a otro surco. Es un vocablo cuyo feliz descubrimiento le debo al filósofo Giorgio Agamben y lo traigo aquí porque precisamente los puntos de versura en muchos de los poemas que aquí leemos se caracterizan por romper la unidad métrica y sintáctica a veces con un quiebro suave y otras veces más abrupto, pero siempre con el propósito –quiero pensar- de que esos encabalgamientos representen otra manera más de significar el tempo y la tonada de los versos, junto con la elipsis inesperada de algunos sintagmas o con los espaciosos silencios que hay entre estrofa y estrofa [léase el poema 9 del introito, pág. 23]. El modo en que se quiebra la escritura en muchos de estos textos, se traslada también a la fractura de la voz del yo poético por efecto del desdoblamiento, de la alternancia entre la 1ª y la 2ª persona del singular. Este juego de alteridad se aprecia principalmente en el Introito pero también en algunos poemas de las cuatro últimas partes del librocon la presencia de arquetipos representativos del doble: sombra hermana, espejo… En otros momentos esta 2ª persona sí alude directamente al de una amada y en este caso la alternancia se lleva a cabo con la 3ª: es otro juego entre las personas del verbo que se evidencia especialmente en los poemas de Bolero de la distancia:

[Poema] (1)

Esas sombras benditas/ de tu cuerpo/ y también esa luz que de tu cuerpo/ nace./ No dice adiós la que regresa/ ni dice hola la que siempre estuvo.

         Pero más allá de toda esta experimentación de estilo formal, Música para un arjé se nutre sobre todo del elemento conceptual, y este elemento conceptual se ve favorecido –mejor, enriquecido- por la eficaz sinergia que sobre él ejercen tanto el logos poético como el logos filosófico. Quiero ilustrar esto que comento de la mejor manera posible y nada mejor que las palabras de María Zambrano, que extraigo de su libro Filosofía y poesía: «poesía y pensamiento se nos antojan dos mitades del hombre: el filósofo y el poeta. No se encuentra el hombre entero en la filosofía; no se encuentra la totalidad de lo humano en la poesía. [Poesía y pensamiento son] dos formas de la palabra». Este equilibrado maridaje entre el logos poético y el logos filosófico es, a mi juicio, el mayor  de los aciertos que es justo reconocerle a este poemario de Antonio Arroyo Silva; no hay ni desmesura retórica ni hartazgo sentimentaloide; no nos encontramos con esos utillajes artificiosos que aspiran a trascender el texto poético sin decir nada, muy característico de quienes quieren ser profundo y terminan –como ya avanzaba Quevedo- «hablando oscuro, con palabras murciélagas y razonamientos lechuzas». No, no, no, no…La mezcolanza léxica con la que Antonio obra sus poemas va desde las palabras más socorridas de nuestra coloquialidad (incluido algún que otro canarismo) hasta otras menos usuales, pero tanto estas como aquellas, igualmente dotadas de connotación lírica y habilitadas para dar forma a la imagen metafórica. La hondura filosófica y emocional de estos poemas es tan fecunda y está tan bien sopesada, que permiten el análisis desde tres planos de lectura perfectamente imbricados en la génesis de la obra:

  • El primero, desde un nivel ontológico, relacionado con la esencia del ser; el poeta hace partícipe a los lectores de su propia introspección, toma conciencia de cómo tanto las certezas como los interrogantes que piensa y siente en relación al mundo, esa manera de indagar la realidad, tiene sus raíces en él mismo. Para llevar estar densidad reflexiva a sus versos, el yo poético hace tan buen manejo de la antítesis de constructos filosóficos que termina convirtiendo el poema en una armonía de contrarios. He aquí una muestra entre tantas, representada por un fragmento del poema 6 de Bolero de la distancia:

La ausencia, la presencia;/ el estar, el no estar. Tanto la vida/ como la muerte las contienen. Tanto/ irse como volver y quedarse,/ tanto quedarse estando ausente/ como volver y hallarse sin el hueco/ dejado de presencia.

[Léase también el poema 3 de Lied del aire, pág. 69]

  • el segundo plano de lectura parte del nivel físico de los sentidos, el poeta busca correspondances (en el sentido más baudelaireano de la palabra) en el mundo sensible que nos rodea. Y las busca en cada arjé cosmogónico; unas veces, reflexiona a partir los elementos naturales que los representa, otras veces habla directamente con ellos, los apostrofa. Los poemas que componen los cuatro últimos movimientos de esta gran sinfonía poética que es Música para un arjé representan un claro ejemplo de lo que expongo:

Del poema 2 de Balada del agua:

Agua de la sequía, ni la ausencia/ te pudiera beber ni el pensamiento,/ acaso te pudiera pensar. (…)

Del poema 1 de Lied del aire:

De tu respiración / me debes, Aire,/ una calada. Dámela ahora/ o juro/ que esparciré ceniza/ sobre tu atmósfera.

Del poema 2 de Spleen de la tierra:

Dale forma a este cuerpo, tierra mía,/ el barro, el polvo, el mineral,/ el hombre, la mujer, las bestias,/ las manos, lo que repta,/ lo que camina, lo que nada, que vuela/ que se evapora, que ama, que muerde,/ que acaricia. (…)

  • Finalmente, un tercer plano de lectura que nos sitúa en la dimensión metapoética (como no podía ser de otra manera por aquello de que «la mejor poesía es aquella que acaba hablando de sí misma», Brodsky dixit. Cualquier referente le sirve de pretexto al poeta para ahondar en las entrañas de la propia poesía, para urdir la trama simbólica del  acontecer poético y llevar las palabras más allá de su mera referencialidad. [Léase el poema 1 de Rapsodia de la cercanía, pág. 43 o léase el poema 7 de Rapsodia de la cercanía, pág. 49].

          No quisiera, finalmente, dejar de hacer referencia a los guiños culturalistas con que el poeta adereza algunos de sus versos, un recurso que además no se le va a escapar a ningún lector medianamente culto: a) navego a las Columnas de Hércules b) Una manzana/ antes de que Newton/ se la entregue a Tántalo c) el alma de Isadora/ en movimiento puro d) Arden las catedrales/ del poema. Nerón toca la lira.

          Y termino. Termino con el mejor de los comienzos: En el principio era el verbo, el logos, la palabra. Cuenta Dylan Thomas que su fascinación  por las palabras se sobredimensionó cuando leyó estos versos de John Donne: «Ve a buscar una estrella candente, una raíz de mandrágora»Yo considero sinceramente que con un libro como Música para un arjé no solo celebramos a quien lo ha escrito, celebramos sobre todo la poesía, que siempre es un acontecimiento epifánico en honor y en amor a la Palabra, en mayúscula. Cuando esta palabra se ve alentada por el soplo poético de escritores como Antonio Arroyo Silva, entonces es muy probableque encontremos esa estrella candente y esa raíz de mandrágora.

Tina Suárez Rojas

Equipo de Redacción

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