«Amurados», Novela rapera bogotana de Carlos Zea; por Alejandro García Gómez

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Alejandro García Gómez reseña la obra «Amurados», novela rapera bogotana, de Carlos Zea

En la Feria Internacional de Bogotá, 2022 (Filbo/22), el estand “La sociedad de la imaginación”, del poeta Milcíades Arévalo, presentó un grupo de nuevos escritores. Eran varios noveles y una sola la hora que debía repartirse entre todos y, como en toda “democracia”, una -más “viva” que el resto- se tomó más minutos de los que le correspondían. El destino o los organizadores de esa tarde le dejaron el último turno a la segunda edición de la novela “Amurados” (Bogotá, 2022); los instantes sólo le alcanzaron a su autor para decir su nombre y “amurarnos” algunas líneas, porque cortada la lectura a la hora exacta, empezó la siguiente presentación. Mínimas líneas leídas, pero suficientes para conducirme al recuerdo de la ruptura de diques y códigos literarios de la poesía de “En la parte alta abajo” (1979) del inolvidable Helí Ramírez Gómez, El Poeta del barrio Castilla, de Medellín, y del resto de sus libros, todos más o menos en ese mismo estilo. Implacable cortadora del tiempo, pero así es la “democracia” de estos eventos.

Una inundación anunciada, causada por la auto construcción irregular de sus invasores-propietarios y por la desidia gubernamental en un barrio suburbano del sur bogotano con la historia de su formación y crecimiento; un incendio del mismo, provocado por dos pillos-poetas raperos, para ayudarse en su fuga de la policía porque “se les ha caído la vuelta”: se les frustra un asesinato en el norte aristocrático; y un evento de rap organizado por artistas de ese “aglomerado”.

Tres eventos ocurridos en épocas muy separadas son las patas de personajes, modo, tiempo y espacio de esta novela de Carlos Zea, él también poeta, él también amante del rap, él también librero ambulante -a sol y sombra- de libros leídos (así su apellido esté cobijado por la Zeta de los Zea ricos y no por la Ce de los pobres, como me dijo alguna vez un alumno en el Inem de Medellín) y, cuando lo logra, profe de Literatura y Lengua Castellanas también.

Alrededor de esos tres grandes hechos -grandes para los incógnitos habitantes de ese intramuros del sur capitalino que personifica a miles, insignificantes para la gran urbe engominada, financiera y etcétera- giran las aristas de su geometría poética donde los protagonistas forman un coro narrativo discordante: a veces en grupo, otras de manera individual, entran y salen de sus páginas o rebotan entre sus renglones; saltan hacia el riesgo de robar o matar o morir o se escabullen de la policía o de sus enemigos por las laberínticas calles o por los peladeros o por los albañales de los extramuros de su gueto, identificado en la novela con cualquier nombre propio de la realidad; desaparecen pero vuelven a aparecer por los mismos laberintos o por los peladeros, en unos renglones que sirven de vasos comunicantes de la muerte, la desolación, la angustia y la rabia contenidas, próximas a estallar en esta deshilvanada torrentera de cadáveres y de asesinos, por encargo o por venganzas, víctimas-victimarias, desordenado coro en primera o en tercera persona.

Casi todos los protagonistas son poetas del rap y, casi siempre, así hablan y se comunican y se responden en coros discordantes -como dije- o de manera individual; El destino, o sea sus necesidades y el ambiente, apuñala la libertad de cada uno de los muchachos, hombres y mujeres; todos pillos o sicarios o campaneros al mando de otros pillos mandamases que dependen de otros pillos y mandamases que están más arriba, pero que no son poetas como los de la base, los carne de muerte de cada día, o de cada noche, en esa atroz noria de mando, de poder y de obediencias que se realimenta en cada párrafo. Todos saben que se trata de su propia sobrevivencia. Se obligan a doblegarse ante esas diversas formas de poder y, si les es posible, a escalar esa escala y seguirla trepando hasta donde les llegue la vida que saben que es corta. “Modelar” (ingresar a la Cárcel La Modelo, Bogotá) sólo es una estación de paso más que procuran evadirla. Ese rescoldo mínimo de supervivencia lo disfrutan en las drogas, el alcohol, el sexo y, ante todo, soñando con ser “los duros del rap”, para volver a esa barriada llenos de billetes, de reconocimiento y de respeto hacia ellos. Sobrevivir a la dura brega diaria de obtener un trabajo formal inexistente o de hacerle pases a la muerte cada día o cada noche en las esquinas de sus calles o en los peladeros de su gueto es la tarea de la que no pueden bajarse, porque si se duermen, los duermen.

Su narrador -que aparece y desaparece sin previo aviso-, a punta de verbo y de silencios y, a manera de desordenados vasos comunicantes, compite -al igual que sus personajes- con las aguas desbordadas de una torrentera de frases cortas y golpeantes, muchas veces rapeadas o buscando cercanía con el rap;

otras veces con cartas escritas por las víctimas-victimarias o por protagonistas incógnitos dentro de la misa novela, que llevan el sello de los millones de desplazados inter e intra urbanos (bogotanos; colombianos digamos mejor); otras veces con frases tiradas al garete en primera o en tercera persona sin saber desde qué esquina de esas laberínticas calles o “ranchas” (casas de habitación) o peladeros o albañales del gueto narra, pero llegando a una altura bella y trágica, porque precisamente, el autor ahí supo captar la realidad poética de su propia geografía, es decir, levantar las cortinas del misterio de su propia realidad, insinuándonos desde dónde golpea el poder, develándonos quiénes lo manejan y cómo se distribuye entre la corrupción cómplice de autoridades civiles, religiosas y militares o policiales con los dueños del verdadero poder (que también obedece a otro tipo de amos), pero también mostrándonos la ternura, el cariño y la esperanza que subsisten en esas comunidades que olvidamos que son humanas.

En el mismo “amurado” convive el “duro”, el sicario, el poeta, la mujer amada, la trepadora o la buscona o la poeta, el o la amante de los casados, las madres de todos ellos, que hablan casi todos al tiempo en cada renglón, formando una narración torrentosa, donde usted muchas veces va perdido en sus páginas como en sus calles y en sus ranchas. Todo esto, unido a la jerga con la que se entienden los muchachos pillos y poetas raperos, además del descuido (o en un claro desconocimiento de las normas) en su estilo (puntuación, ortografía, etc.) hacen que su lectura no sea fácil, pero si usted es de aquellos que se dedican a degustar los aromas poéticos raros, no usuales, le va a quedar imposible salir de este amurado. También a usted lo va a amurar.

El narrador cuenta -por ahí como al garete- que una madrugada del 20 de noviembre de 1979 ocurrió una inundación en el barrio que, como dije, tiene un nombre real cualquiera. Pero va dejándonos conocer que la barriada ha “nacido” muchos años antes de esa tragedia en la que, de nuevo pierden todo lo poco que han ido logrando poseer. El gueto no ha nacido a partir de una fundación protocolaria; lo ha engendrado un entrevero de guiñapos materiales y de escombros humanos invasores; ojos de pánico que llegaron huyendo desde sus aldeas del sur y del norte, del oriente y occidente colombianos, y que son los antecesores de los antecesores de esos niños poetas destinados a sicarios también. Son los descendientes de los protagonistas del éxodo causado por la ferocidad que tiró puertas y trancas y que desató angustias y angurrias, acabando con vidas y entramados sociales: la llamada Violencia del siglo XX. La misma que han tratado de hacernos creer que fue únicamente una pelea entre godos -católicos- y liberales -masones o descreídos-, pero que no nos han aclarado que esa supuesta lucha entre Dios y el diablo fue sólo el pretexto mortal para que la crema y nata económica de las aristocracias familiares colombianas se adueñaran de las tierras productivas: primero de las cafeteras y luego de todas las del resto, arreando como ganado huérfano, obligatoriamente, a los despojados, a formar los cordones de miseria urbana, propicios para una baratísima mano de obra, origen de la Colombia industrial, pero al mismo tiempo como potenciales compradores no sólo de las viviendas a plazos de las empresas urbanizadoras de las grandes ciudades, sino de toda clase de consumos y consumismos, en un enroque entre los constructores, los nuevos empresarios, los comerciantes, los dueños de la banca financiadora de todos los proyectos de vida de todos, aun de nosotros. Ambos se distribuirían las ganancias, como así ocurrió (y aún ahora).

Así es como ha sido el génesis y luego el éxodo de esta biblia colombiana, que se desbordó en la forma actual de todas sus ciudades, y que ahora se debaten entre la violencia fruto de esa explosión que las urbanizó en riadas, inundaciones y torrentera de aguas y rencores contenidos de esos sub barrios de muertos y miseria. El empresariado colombiano aprovechó -y aprovecha aún- esa debacle; recordemos un hecho no más: las llamadas en su momento Cuatro estrategias, de Lauchlin Currie en 1971, pilares del fundamento del gobierno de Misael Pastrana; pero este es otro cuento (por ahora).

La fecha de la inundación quizá sólo importe al lector para saber que entonces el presidente de Colombia era el tartajoso Virgilio Barco -que no necesitaba su lengua porque gobernaba la garosa mano de Germán Montoya- y el alcalde bogotano era el aletargado Hernando Durán Dusán (que se dormitaba en los consejos de gobierno, señalan). Igual habría ocurrido si hubieran sido otros los mandatarios; habrían cambiado los nombres.

La verdadera intención de Amurados -la novela que hoy reseño y editada por el sistema de vaki- es mostrarnos las relaciones de poder que se van tejiendo en la historia de esos conglomerados humanos, que es su historia personal, la de sus amigos y de su familia, narrada con la jerga creada por el gueto, muchas veces de imposible comprensión, pero que denota paciente investigación por parte de su autor.

Que yo sepa, es la primera novela publicada en su mayor parte en la jerga del abandonado sur bogotano, llena además de poesía. Vale la pena leerla. En cuanto al poeta Milcíades Arévalo nos dijo que este sería el último año de su Puesto de Combate. Una voz socarrona se escuchó “Milcíades se despide más que el finadito Chente”.

Equipo de Redacción

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