5 poemas de la Antología «Palabra de árbol» (Hiperión, 2021) de Francisco Javier Irazoki

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Presentamos cinco poemas de Francisco Javier Irazoki (Lesaka, 1954), de la Antología «Palabra de árbol», (Hiperión, 2021). Poeta, ensayista, periodista musical y traductor. Formó parte de CLOC, grupo de escritores surrealistas. Desde 1993 reside en París, donde ha cursado estudios musicales: Armonía y Composición, Historia de la Música.

             

El poeta Francisco Javier Irazoki. Fotografía de Oskar Alegría

Francisco Javier Irazoki. Fotografía: Oskar Alegría 

RETRATO DE UN HILO

La zumaya gorjea suavemente

sobre un cadáver y, mientras amanece, eleva

su delgado alfabeto.

Una muchedumbre avanza

con la mirada fija en la cosecha del río,

y ya se percibe a los que prenden fuego al muerto,

y la música que arde

como una leña triste.

Pasan dos hombres sobre una bicicleta ruinosa

cuando el aire, ese adiós que se respira,

riza su seda en el suelo.

Y llegan todos a la orilla:

el que habla entre bancales de almendros,

el de la belleza quemada,

el que lleva el mistral en los ojos,

el vagabundo que despliega

su cuerpo como un vaho,

una muchacha que amó las tormentas

y ahora aspira a que su hermosura

sea una senda de agua,

un viejo que sueña con caballos

y bebe despacio su vaso de tiempo.

Ven en la existencia un decorado de la travesía

y en el hombre una migración suspensa.

Después miran en el río

el resumen de los que vivieron.

La corriente vuelca las quemaduras,

un mirlo termina el canto

y la luz se incrusta en sus propias pavesas.

(Benarés, Ganges, octubre de 1991)


Antología poética, 1976-2020

PALABRA DE ÁRBOL

Autor: IRAZOKI, FRANCISCO JAVIER
EAN: 9788490021866
Colección: POESÍA HIPERIÓN
Tema: LITERATURA ESPAÑOLA. POESÍA
Idioma: ESPAÑOL
Prólogo/Edición: ANTOLOGÍA POÉTICA, 1976 – 2021
Otros: 172 PÁGINAS

PALABRA DE ÁRBOL

       No conocí al que murió en el vientre de mi madre. La abuela lo recogió, dijo que era grande como un guía y lo puso en el hoyo que el padre había cavado entre las raíces de mi higuera preferida.

      Yo pasaba tardes enteras bajo el gris áspero de las hojas del árbol, esperando que naciesen los higos. Cogía al fin el fruto blando y tocaba su piel negra que después deshacía en tiras. Cada hilo era una puerta para adentrarme en mi hermano muerto y lo paladeaba al ritmo lento de un viajero antiguo. Luego rompía con los dientes las semillas menudas del interior. Ellas contenían palabras, voces que subieron por la savia de la higuera.

         Los otros niños crecieron descubriendo aventuras. Para mí, crecer fue sentir el paso del tiempo al escuchar los mensajes que un muerto me enviaba desde sus frutos.

        Alguien quiso una ceremonia devota en aquel lugar. De la cartera de mi ojo derecho saqué una lágrima inmóvil. Una lágrima petrificada que se transformó en blasfemia de fuego cuando la deposité en la escudilla situada a los pies de los ídolos.


LECCIÓN DE PÁJAROS

        Nevaba cinco o seis veces al año. Pero era de verdad, y los prados, las casas y los árboles amanecían cubiertos del color blanco que cegaba a los caballos. Éstos rompían con sus cascos la nieve, en busca de un poco de hierba sepultada, o golpeaban con el hocico las ramas, y morían después de comer las hojas de los tejos. Los pájaros, hambrientos, les despedían con un réquiem muy delgado.

      Veíamos el vuelo desorientado de los petirrojos y tordos, hasta que descubrían la abertura de la vivienda. Entraban en aquel túnel y caían a un desierto de oro: el suelo del desván cubierto de mazorcas de maíz.

        Algunas aves llegaban sin energía para comer los granos sobre los que enseguida se desplomaban. Yo, niño pequeño, apretaba con fuerza sus bultos para fundir los hielos de la muerte, y descendía rápidamente a la habitación donde una cocina de leña caldeaba los cuerpos de mi familia. Colocaba los pájaros cerca del horno. Ardían unos troncos de manzanos y cerezos sobre los que esos pájaros cantaron el verano anterior. Los árboles cortados por el hacha de mi padre agradecían con el calor los cantos que aliviaron su vejez.

       Esta fue la primera enseñanza. Vi pronto la sombra, aunque blanca, y el vuelo frágil que quería esquivarla.


Francisco Javier Irazoki. Fotografía: Eduardo Buxens 

CARTA A LEONARD COHEN

      Ahí están las calles de compás negro, donde los cortejadores de la aguja calientan su porción de olvido. Suena un concierto de ambulancias sinfónicas.

     Es invierno en París y, bajo los soportales, canta una mujer muy bella. Las miradas de los viandantes acarician su vestido de aguaturma. Ella sonríe desde la pobreza elegante, apoyada en una pared que parece un signo de interrogación, y a veces me habla con esa leve dejadez de quien habita en casas en las que nadie barre la tristeza. Al final canta tus canciones. Entorna los ojos y los versos se posan sobre un diminuto cadáver embozado en escarcha.

     Sé que envejeces, Leonard, que oyes cómo en la habitación contigua gozan contra ti las mujeres amadas y que te alivias describiendo el peso de la melancolía cifrada en lluvia. Te convendría ver tu emoción hecha vaho que despiden los labios más peligrosos de mi urbe. Aunque nunca conquistarás a esta mujer que ya se ha comprometido en amor con tu palabra.


CONOCIMIENTO        

     Ya la vi en los primeros días que recuerdo. Al principio la gota estaba a una altura inalcanzable: en las cimas de los grandes árboles, pendiente de una hoja invisible. La distancia no difuminaba la imagen, y percibí en su interior algunas palabras borrosas. Con el sol del verano la gota de agua aparecía sin sujeción en el horizonte.

     Conforme crecí, la gota descendió hasta el alero de un tejado. Mis años fueron el imán que me acercaba a una esfera de palabras siempre ilegibles. Llegaron los días violentos de la juventud y ella los acompañó desde una tapia. En la edad que precede a la vejez la encuentro suspendida de los arbustos y hierbas. Solitaria, sobresale incluso en medio de la lluvia.  

     Los viejos no caminan con lentitud por culpa de la carga del tiempo; sólo intentan no pisar la gota de agua caída al suelo de los últimos caminos que recorren. Hasta que los pies cansados rompen esa pequeña bolsa líquida. De ella salen libres las palabras indescifrables cuyo significado, por fin esclarecido, nadie puede transmitir.


Equipo de Redacción

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