2 microrrelatos de Damián H. Estévez

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Dos microrrelatos de Damián H. Estévez

Negro ser alado

Durante el día, espiar por la ventana le resultaba, si no edificante, al menos beneficioso: lo distraía de aquella enojosa convalecencia. Seguir desde allá arriba el ajetreo de quienes ocupaban la calle generaba en su ánimo la ambigua disposición de anhelarlo como síntoma de buena salud y de repudiarlo por su intrascendencia. En los peores momentos, a veces se sentía como un demiurgo y otras como un perrito faldero. Tanto su conciencia como su religiosidad cuestionaban su acechanza: un divertimento diurno, comprensible, al fin y al cabo, casi inocente en comparación con lo que sucedía por las noches.

Entonces, en la noche, la depresión reproducía un vicio infame, una peste sin cura, una vileza inequívoca. En la oscuridad le resultaba insoportable la vida ajena y perentorio su exterminio. En la oscuridad se transformaba en un negro ser alado que se cernía sobre las calles infectando con gérmenes letales a los transeúntes. Después se deleitaba con la visión de los cadáveres amontonados en las aceras.

Luego, a la luz de cada amanecer, reflexionaba sobre lo sucedido y asumía sin arrepentimiento su empresa aniquiladora, anhelando más bien que la pesadilla se materializara. No para librarse de ella sino para experimentar la maldad absoluta.

Ahora, de vuelta a la salud, cuando regresa a casa al atardecer apura el paso si se siente observado desde alguna ventana. Le aterra que exista alguien que logre cumplir sus sueños.

© Damián H. Estévez


El firmamento

Anoche subí con un amigo al Corro de los Volcanes para fotografiar estrellas, estimulados por la nitidez del aire y la ausencia de la luna.

En la oscuridad apenas se apreciaban las montañas que cierran el anillo de lavas; ni siquiera la estilizada altitud del Atavía, hacia el norte, y la achaparrada mole del Repecho, hacia el sureste, se distinguían entre los demás volcanes; el malpaís parecía una cañada negra, lisa y continua, en la que apenas resaltaba la carretera que lo atraviesa. Menos aún se percibía movimiento alguno de quienes habían subido a disfrutar de la templada y bella noche y con quienes habíamos coincidido en el ascenso a la cumbre. De modo que mi amigo y yo nos encontrábamos solos en aquella inmensidad, ni riscos ni personas circundantes, solo el cielo y el aire.

Preparamos los atarecos de fotografiar en un silencio que transmitía nuestra emoción mejor que los comentarios que hubiéramos podido intercambiar. Apenas nos distinguíamos entre nosotros; nos adivinábamos por el velado desplazamiento de una sombra, por el crujido del picón, por algún sordo chasquido de trípodes y cámaras, por un sutil suspiro…

Mientras tomábamos las fotos tampoco hablamos. Cualquier palabra hubiera estorbado nuestro propósito artístico; para captar la única luminosidad de la escena, que provenía de la multitud de astros en la bóveda celeste, necesitábamos tanto el silencio como la oscuridad. Al menos esa era mi sensación, y nunca sabré si también la de mi amigo.

De pronto, en un momento en que yo efectuaba un nuevo ajuste de la exposición de la escena mirando el visor de mi cámara, mi amigo exclamó:

— ¡Una estrella fugaz increíble, allí!

Su voz sonó trepidante y nítida, y la acompañó un tremor de la negrura, pero yo no pude ver hacia dónde señalaba. Yo no quería que desapareciese el silencio, así que no le pregunté si él la había fotografiado.

No hubo más estrellas fugaces, ni más conversación. La madrugada transcurrió apacible: el sonido de los disparos de las cámaras, la crepitación de la zahorra, ligeras alteraciones de la respiración, las sombras movientes…

Al clarear comprendí que no había nadie allí conmigo.

© Damián H. Estévez

Equipo de Redacción

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