«La renuncia» 1 relato de Malena Sancho-Miñano Botella

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LA RENUNCIA

Miguel acababa de terminar su bachillerato. Era su primer día en la Facultad de Medicina y notaba sus nervios, casi como punzadas en el estómago. Los primeros días de facultad siempre sucedía lo mismo. Los estudiantes novatos se mostraban ansiosos por entrar en la facultad acceder a la carrera pero pasada la novedad, sentirían las mismas ganas por abandonarla. Se trazaban nuevas metas, grandes ilusiones y de repente, se sentían más hombres, notaban que sus vidas cambiarían.

Eligió la carrera de Medicina, no porque fuera su sueño ni su vocación, sino porque su tío Ernesto, hermano de su difunta madre, era un cirujano muy reconocido. Desde que le faltara ella, Miguel arrastraba mucha tristeza y melancolía. Siempre estuvieron muy unidos, la protegió y cuidó a diario, por esa debilidad que la envolvía y porque su madre pasaría por la vida, creyendo que el destino natural de la mujer era el de sufrir.

Pronto, tendría que arrimar el hombro en casa, eran muchos hermanos, aún pequeños y su padre, que fue herido de guerra, durante la revolución Gloriosa, ya no trabajaba. Por esa razón se acercó a su tío Ernesto y le prometió que hincaría los codos hasta conseguir su título universitario de médico.

Sus ideas políticas siempre estuvieron bien definidas. Era republicano y tenía un sentido estricto de la honorabilidad y la honradez. Siempre se posicionaba del lado del desfavorecido, del pobre, pero a veces, sus pensamientos divagaban, sin encontrar respuestas claras. Era un gran humanista, de ahí, que se sintiera comprometido con lo existencial.

Como cualquier estudiante, disfrutaba de las noches del Madrid romántico junto con sus colegas de la facultad. Acudían al teatro, a las zarzuelas y a las tertulias en los cafés, donde se enfrascaban en discusiones acerca del país, de la política del momento o simplemente, filosofaban sobre la vida.

Además, rondaban por distintos cabaret y casas de mujeres. Acudían al domicilio de una viuda que tenía dos hijas, y que, por una buena caja de pasteles de la confitería La Campana, hacía la vista gorda en lo referente a sus polluelas, ya que era época de hambruna.

Miguel, que era muy responsable y muy constante y tenía mucho tesón, notaba que la carrera elegida era complicada, sobre todo en el primer curso, que era como un batiburrillo de mucho y de nada en concreto. El segundo año de carrera, la cosa ya era diferente porque todo estaba más encauzado.

Sin embargo, el sistema que llevaban en aquella universidad, le parecía un tanto desordenado quizás desorbitado. Demasiada materia, tochos de libros tan enormes que apenas si se podía indagar en ellos, tan sólo hacer un gran esfuerzo, tirar de memoria para superar el examen y a los dos días, no recordar nada. Para colmo los catedráticos que impartían las asignaturas, eran casi octogenarios, algunos con sordera profunda y todo ello llevaba a la burla a la mofa de los gamberros de turno.

Ya se encontraba en el cuarto curso de Medicina, cuando empezó a ver algo de luz. Las clases eran mucho más amenas y comenzaban las prácticas, que es donde realmente aprendería y disfrutaría. El primer día de prácticas de anatomía viviría aquella experiencia con mucha expectación. La clase transcurriría en la sala de disecciones. Por primera vez iba a tener la oportunidad de observar, tocar y reconocer todos los recovecos del cuerpo humano.

En aquella época, acababa de instaurarse en España, el llamado sexenio democrático. La miseria era atroz. Los más pobres, los que no tenían un mal bocado que llevarse a la boca, vendían sus cuerpos en vida para que, cuando murieran, fueran aprovechados por la ciencia.

El catedrático de Anatomía, también forense, sería el encargado de impartir la asignatura.

Su físico te imponía. Tenía casi el mismo aspecto que los cadáveres situados, abiertos en canal, sobre la mesa quirúrgica. Su cabello era rizado, blanco y encrespado; sus ojos, saltones y con ojeras muy marcadas. Su delantal estaba siempre ensangrentado. Su piel era blanquecina,  casi transparente, como si el torrente sanguíneo se hubiera detenido y jamás viera la luz del día. Solía llevar la cara salpicada de sangre, lo que le propinaba tintes de sádico. Se notaba que su vida transcurría en paralelo a la muerte, que disfrutaba hundiendo cruelmente su escalpelo en la cavidad abdominal.

Si a Miguel le pareció poco decorosa la forma de proceder del catedrático en su faena, todavía quedó aún más horrorizado al comprobar la forma tan desagradable con la que los celadores trataban a los cadáveres, sin tener el más mínimo respeto, cuidado. Los tiraban contra el suelo y bajaban los peldaños de las escaleras, hasta llegar al depósito, arrastrándolos por todo el piso, mientras las cabezas iban golpeándose, una tras otra, contra los escalones de piedra, dando lugar a sonidos terribles, lúgubres, impactantes y muy desagradables.

Algo que le inquietaba aún más, y que le resultaba nauseabundo y penoso era que, una vez terminada la disección con el muerto, metían sin más miramiento todos los despojos y los pedazos sobrantes del mismo -piernas, cabezas, vísceras, ojos, masa encefálica-, en unos carromatos, que a continuación desaparecían en unos calderos de ácidos.

En aquellos momentos se le venían a la cabeza, la imagen de las madres de todos ellos y pensó que, de haber sabido ese miserable final para sus hijos, habrían deseado mejor parirlos muertos.

Una tarde, al salir de una de aquellas crueles clases de anatomía del cuarto curso, Miguel no pudo evitar que aflorara su pragmatismo existencial. De su madre había aprendido que lo último que debía perder una persona en esta vida era su humanidad. -Si hacen estas barbaridades con los muertos, ¿qué no harán con la limitación de los enfermos vivos dependientes?- pensó, decidido a abandonar para siempre la carrera. La medicina que él necesitaba ofrecerle al mundo no estaba allí. Había tardado cuatro años en descubrirlo, pero sabía que no se arrepentiría de tomar aquella decisión.

Malena Sancho-Miñano Botella

Equipo de Redacción

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